Sergio Romo: un viaje inolvidable al Tíbet

Tiempo de lectura: 35 minutos

En mi vida tuve la oportunidad de viajar por muchas partes del mundo. He conocido lugares maravillosos, pero ninguno me enseñó tanto como el Tíbet. En este relato contaré cómo inicie ese viaje y lo que me sucedió allá. 

Siempre me atrajo conocer más sobre esa región del planeta. Había tantos elementos que me atraían, como el palacio Potala ubicado en Lhasa, la capital; la misma figura del Dalai Lama, tan destacada en el mundo; las montañas del Himalaya y las estepas; los nómadas, los monasterios en medio de la nada a 5000 metros de altura… 

Es importante resaltar que mi interés en ese destino era muy simple: quería conocer un lugar diferente y tener vivencias que no las habría podido tener en otro sitio. No había ningún motivo religioso, espiritual, místico o de investigación académica. Es por eso que no hay muchas explicaciones, para no hacer el relato demasiado largo. Si desean profundizar sobre cualquiera de estos temas, les invito a hacer una investigación por su cuenta. 

VOLUNTARIADO

Se me ocurrió enfocar el viaje como un voluntariado. Para entonces ya había hecho varios trabajos de ese tipo en las ciudades donde viví. Por ejemplo, cooperé por un tiempo en un asilo de ancianos, así como fui voluntario en un hospital y un refugio para niños. También di catequesis los sábados en colegios rurales. Estas eran actividades que me gustaban, así que me pareció lo más natural abordar el viaje de esa manera.  

En febrero de 2011 inicié la búsqueda de alternativas. Pocas organizaciones ofrecen programas de voluntariado en el Tíbet, principalmente porque China tiene muchas restricciones para que los extranjeros lleguen a esa zona. Encontré un par de ONG que parecían interesantes. La organización con el mejor programa fue United Planet, con sede en Boston. Esta ONG tiene actualmente presencia en varios países del mundo, por eso la puedo nombrar libremente.

El proceso de selección fue complicado. Hicieron un cotejo de antecedentes criminales, verificaron mi nivel de inglés, revisaron exhaustivamente mi postulación y me entrevistaron dos veces vía Skype con coordinadores en Estados Unidos. No fue fácil. 

El voluntariado se trataba, básicamente, de enseñar inglés a la población local. El costo de estos programas es súper elevado. Además del transporte aéreo, que corre por cuenta del viajero, están los costos de alojamiento, comida y seguro de salud que se debe pagar a la ONG. Estas organizaciones deben asegurarse de que sus voluntarios están viajando en condiciones seguras e higiénicas, para evitar tener conflictos legales en caso de algún incidente.

DESTINO: XINING

Tres meses después de iniciar el proceso me informaron que mi postulación había sido aceptada. Es así que en junio de 2011 inicié mi viaje. Mis conexiones aéreas estaban perfectamente calculadas para llegar a la ciudad de Xining, China central, en una fecha y hora determinadas. Allá me recogerían los coordinadores locales para llevarme a mi destino final en el Tíbet. En el siguiente mapa, Xining está marcada con un pin rojo.

Mapa ubicación Xining 2

El viaje se inició con un incidente. Justo en esa época, el volcán Puyehue, en el sur de Chile, hizo erupción, enviando millones de toneladas de ceniza a la atmósfera y paralizando operaciones en muchos aeropuertos de Argentina y Chile. Mis conexiones aéreas se perjudicaron, ya que debía llegar a Buenos Aires primero para desde ahí tomar el vuelo a Roma y, después, continuar a Beijing. 

Cuando finalmente habilitaron los vuelos, ya contaba con un retraso. En Roma perdí mi vuelo de conexión, así que me vi obligado a comprar un pasaje one-way a Beijing que salió carísimo. Tenía que hacer lo posible para llegar a Xining a tiempo. Por suerte, pude alcanzar la conexión Beijing-Xining originalmente planeada y llegué al destino final a tiempo. 

UNA PEQUEÑA CIUDAD

En el aeropuerto de Xining me estaba esperando una chica tibetana muy simpática, de unos dieciocho o diecinueve años. Ella era la responsable de viajar conmigo hasta mi destino final en el Tíbet. Como llegué a mediodía, utilizamos la tarde para almorzar en comedores populares chinos y caminar por las plazas de la ciudad, antes de llegar al pequeño departamento de su familia para que pueda descansar.

Xining es una ciudad situada a una altura de 2275 metros sobre el nivel del mar, casi a la mitad de camino entre Beijing y Lhasa, la capital del Tíbet. Tiene una historia que data de hace más de 2000 años; fue un centro de comercio y también de resistencia en las guerras entre las dinastías chinas al este y las tribus del Tíbet al oeste. Actualmente cuenta con una población de dos millones de personas.

Mi impresión de Xining no fue muy buena. Las construcciones de la ciudad eran antiguas, muchos edificios de cinco pisos con las fachadas desgastadas. Los autos no eran modernos y las calles no lucían bien. Eso fue hace nueve años, tal vez las cosas han cambiado.

Una pequeña anotación sobre cómo está organizada China. El país está dividido en veintidós provincias (equivalentes a departamentos o estados) y cinco regiones autónomas. El Tíbet, al oeste, es una de las regiones autónomas, al igual que Mongolia interior, al norte. La ciudad donde me encontraba, Xining, está situada en la provincia Qinghai, que se encuentra al lado de la región autónoma del Tíbet.   

Provincia Qinghai, al lado de la Región Autónoma del Tíbet

DIECISÉIS HORAS

Al día siguiente nos trasladamos a la estación de buses para tomar el transporte que nos llevaría directamente al pueblo donde debía dar mis clases de inglés. 

El bus al que nos subimos estaba reconstruido en su interior: los asientos originales habían sido removidos y en su lugar se instalaron camas de dos pisos para que la gente se pueda echar y dormir, ya que los viajes son largos. Calculo que había unas dieciséis camas en total. A mí me tocó una de las literas de arriba, más o menos al medio del bus. No había campo para sentarme, así que tenía que viajar todo el tiempo echado. 

El bus no tenía ventanillas y además la gente fumaba, mucho. Por suerte en esa época yo fumaba también, así que el humo no me molestaba tanto. No había baño, por lo que cada cuatro horas, aproximadamente, el bus estacionaba al borde de la carretera para que la gente baje y haga sus necesidades.

En las paradas para comer, la coordinadora me pidió que me mantenga sentado a un lado de la acera, tapado con una manta, mientras ella me traía la comida. De esa manera no se notaría que era extranjero. Teníamos que tener cuidado porque la presencia de extranjeros en esa parte del Tíbet no era bienvenida por el gobierno central chino. A pesar de que estaba en un programa de voluntariado y no viajaba como turista, podría haber generado algún tipo de alarma entre las autoridades.  

Durante el trayecto, recuerdo que frente a mi litera había un pasajero que rebuscaba en su chaqueta, como tratando de encontrar un encendedor para su cigarrillo. Yo tenía uno, así que se lo mostré y lo lancé para que lo use. En compensación, él me lanzó un paquete de papas fritas. Nos reímos los dos. Esa es una muestra de las cosas simples que encuentras en estos viajes y no en lugares turísticos.

El trayecto duró dieciséis horas. Sí, dieciséis. El aire recargado con humo de cigarrillos, los olores corporales, la falta de ventilación y una televisión difundiendo películas chinas a todo volumen no ayudaron mucho a hacer de este un viaje placentero. 

CAMBIO DE PLANES

Cuando llegamos al pueblo en el Tíbet, nos recogió de la estación de buses el tío de la coordinadora, quien nos llevó a la casa de sus padre, donde alojan temporalmente a los voluntarios. El trabajo de coordinación para acoger a voluntarios extranjeros era, al final, un negocio familiar, en el cual la madre era la organizadora principal, mientras que la hija y algunos parientes ayudaban.

La madre me comentó que los monjes de un monasterio cerca de ahí se enteraron de que un profesor de inglés (es decir, yo) estaba llegando a la zona. Pidieron, si era posible, contar con la presencia de este profesor para que enseñe inglés en la escuela que tenían en el monasterio. Me preguntó si estaba interesado. Ella ya había preguntado a la organización si se podía hacer el cambio y le contestaron afirmativamente. 

No dudé y decidí tomar la invitación de los monjes. Una oportunidad como esa posiblemente no me llegaría otra vez en mi vida. Así que le dije que, por supuesto, estaría feliz de ir al monasterio. 

SIMILITUDES AL OTRO LADO DEL MUNDO

Algo que me llamó la atención es lo parecido que es el Tíbet al occidente boliviano: el altiplano, las montañas al fondo y el color de las casas son casi iguales. Hasta la gente es idéntica: morenos, bajos de estatura, con los mismos rasgos faciales y colores de ropa. Las mujeres vestían unas telas con la misma textura y colores de los aguayos; no usaban éstas para llevar bebés ni envolver cosas, pero sí para cubrirse a modo de mantas.

Es de notar que la altura media del altiplano es de 4000 metros sobre el nivel del mar, mientras que en el Tíbet la altura media de las estepas es de 4500 metros sobre el nivel del mar. Cuando fui era verano, por eso se nota tanto color verde en las fotos.

mujer de las estepas

Estepa y montaña al fondo

Mujeres parecidas a las bolivianas 2

CENA

En la casa de los coordinadores se notaba que quien estaba al mando era la mamá. Parece que, más que una característica individual de esa casa, el matriarcado es un aspecto cultural aceptado en el Tíbet. Es más, en esa región, al igual que en Nepal, existe en las tribus nómadas la poliandria, que significa que una mujer puede estar casada con varios hombres.

El papá me advirtió que, por seguridad, era mejor no estar muy a la vista de la gente, porque la presencia de extranjeros no es bienvenida por el gobierno chino en esa región del país. Esto me puso un poco nervioso. Noté que afuera de la casa había un grupo de personas fumando en la calle que me vieron. Se lo mencioné al papá, quien me respondió que no tenía por qué preocuparme ya que esas personas eran parte de un grupo étnico minoritario que también era reprimido por el gobierno y no me iban a delatar.

La cena que me prepararon esa noche consistía en unos piqueos tibetanos y después comida china, que me encanta. Mientras comíamos, a modo de hacer conversación, pregunté al padre a qué se dedicaba. Noté un silencio incómodo de su parte, entonces la mamá me explicó lo siguiente: 

En tu país puede ser normal preguntar a otra persona a qué se dedica. Para nosotros, en nuestra cultura, es un tema muy personal. Incluso puedes herir a la persona, porque él puede estar en un momento difícil en su vida y tal vez no está haciendo nada. Es por eso que nosotros no hacemos ese tipo de preguntas. Pero, porque eres extranjero, te puedo decir a qué se dedica: es ingeniero.

En la cena nos acompañó una chica canadiense, quien estaba alojada en la casa de la familia y se dedicaba, como voluntaria, a enseñar inglés en una escuela local. Al enterarse de que me habían ofrecido vivir en un monasterio, insistió en acompañarnos. Era su única oportunidad para conocer un lugar como ese, al cual una mujer extranjera no puede entrar. Le respondieron que sí, que podía venir.

La mamá y la hija nos enseñaron uno de los bailes típicos de la zona. En la foto también está el hijo menor de la familia.

UBICACIÓN DEL MONASTERIO

Al día siguiente, fuimos todos en el auto de la familia rumbo al monasterio, que quedaba cerca de la ciudad de Yushu. No estoy muy seguro de la ubicación exacta de esta comunidad de monjes, pero sí recuerdo que quedaba a una hora de esa ciudad en automóvil. Estimo entonces que está situada a unos sesenta kilómetros de distancia. 

En el siguiente mapa está marcada la ciudad de Yushu, que también queda en la provincia Qinghai. 

Yushu ubicación 2

Por otro lado, solo como referencia, la distancia entre Yushu y la capital del Tíbet, Lhasa, es de aproximadamente 1500 kilómetros.

Yushu Lhasa 2

RECIBIMIENTO

Llegamos al monasterio a mediodía. Nuestra comitiva estaba conformada por la coordinadora, sus padres, la canadiense y yo. Los monjes estaban ya almorzando, pero nosotros no comimos con ellos. El recibimiento que nos hicieron fue formal, pero frío y distante. Había una tensión en el ambiente que no me explicaba. Yo me alarmé, imaginándome cómo podría ser el resto de mi estadía en ese lugar si se mantenía ese trato.

En la tarde pude tener una conversación con el lama principal, aprovechando la presencia de la coordinadora como traductora, para coordinar algunos temas básicos de mis funciones. Le dije que podía enseñar inglés, pero que tres semanas me parecía muy poco para que los alumnos tengan algún tipo de aprendizaje significativo.

Me contestó que no importaba, ya que cualquier tipo de conocimiento era bienvenido. Para ellos, todo aprendizaje es crecimiento. Me informó que los horarios dentro del monasterio fueron modificados para que yo pueda impartir mis clases. Terminada esta reunión y sin nada más que los coordinadores puedan hacer, volvieron a su casa mientras que la canadiense y yo nos quedamos en el monasterio.

A mí me asignaron un cuarto propio, mientras que a ella le dieron otra habitación individual. Al día siguiente, la chica canadiense se fue, continuando su viaje para visitar a las tribus nómadas. Noté, entonces, que la tensión en el ambiente del monasterio disminuyó. Lo que había sucedido, como me enteré después, es que los monjes no esperaban que una mujer occidental se aloje allá y estaban algo incómodos con esa situación, ya que los distraía de sus quehaceres diarios. 

Una nota explicativa aparte sobre los lamas. Para los tibetanos, los lamas son maestros y monjes de gran rango, que pertenecen a un grupo que es la reencarnación de los estudiantes de unos grandes maestros budistas. Están dedicados a la vida espiritual. En el monasterio había cuatro lamas, de los cuales solo estaba presente el lama director del establecimiento. Los otros tres estaban ausentes: uno se encontraba en Suiza, otro en la India y el tercero en Lhasa.

MI HABITACIÓN

La habitación que me asignaron no tenía una cama, sino un sillón hecho de espuma de goma de mala calidad. Mi almohada estaba rellena de hojas de té, lo cual la hacía muy dura. Al principio me incomodó, pero poco a poco me gustó porque esas hojas despedían una fragancia bastante relajante.

La combinación de la espuma del sillón y la almohada dura resultaba en que mi espalda amanecía hecha papilla. Era joven, nueve años menor de lo que soy ahora; en esa época podía haber dormido en el suelo y no pasaba nada. Ahora me muero si duermo en algo así.

No había electricidad, así que cuando oscurecía usaba mi linterna. La batería la cuidaba muchísimo para que no se descargara. Como entretenimiento, tenía mi iPod (no había iPad ni teléfono en ese tiempo) para escuchar música, oía una o dos canciones máximo al día. Veía la puesta del sol desde mi habitación escuchando una canción newage que me encanta.

La vista desde mi cuarto era espectacular. Las habitaciones del monasterio estaban una a lado de otra. La mía era la última en una fila de cuartos, así que desde mi ventana podía ver el horizonte sin que nada me lo tapara. Al lado de mi pieza había un precipicio de 50 metros.

Tenía una vista increíble de los Himalayas. Podía ver a la distancia el pueblito cercano al monasterio (no sé cómo se llamaba) y más allá se divisaban las estepas, donde los yaks pastaban tranquilamente. Las noches eran súper estrelladas y la luna, maravillosa cuando salía. El Tíbet ha sido uno de los lugares más nítidos en los que he estado para ver las estrellas.

El pueblito, a lo lejos, tenía electricidad, pero se cortaba a las 10 de la noche. Después de eso todo quedaba completamente a oscuras. Los monjes me advirtieron que tenga cuidado si quería salir, porque me podría encontrar con perros salvajes. A ellos los escuché aullar pero nunca los vi.

EL INODORO FLOTANTE

El único inodoro que había en el área de las habitaciones era compartido. Estaba sobre una plataforma de madera súper inestable, casi sobre el precipicio de 50 metros, con unas barandas a los lados. En el piso tenía un hueco, como a veces hay en los baños asiáticos, sobre el cual tienes que agacharte para hacer tus necesidades. Éstas aterrizaban al fondo del barranco.

El inodoro estaba en un lugar abierto. Como los monjes tenían túnicas que les cubren hasta los pies, podían agacharse y hacer sus necesidades sin importar que haya gente alrededor. En cambio, yo tenía que esperar a que no haya nadie, bajarme los pantalones y hacer lo que tenía que hacer con el trasero al aire. Eso sí, nunca he estado en un baño público que tenga tan buena ventilación. 

En las noches resultaba peligroso ir al baño. Con el sueño y la oscuridad podías equivocarte al dar un paso y caer por el precipicio. Tenía que ingeniármelas para hacer mis necesidades en la noche en mi propia habitación y después, sin que nadie me vea, desechar el resultado por el acantilado. No entraré en detalles.

Para la higiene personal me daban un balde con agua a la semana para lavarme. En las tres semanas que estuve ahí, no me bañé. No sudaba porque el clima era frío y seco, así que no era tan urgente. Por otro lado, tenía desodorante.

Sorprendentemente, a pesar de que tampoco nadie se bañaba, nunca percibí un olor malo en el monasterio.

PRIMER DÍA DE CLASES

Volviendo a mi relato, recuerdo que el primer día de clases me desperté súper temprano, a las cinco de la mañana. Recé el rosario y después tomé el desayuno en mi habitación. Debo destacar que los mismos monjes compraron la comida: leche evaporada, sopa instantánea, galletas y otras cosas. 

Salí de mi habitación antes que salga el sol, bien vestido y peinado, listo para enfrentar el nuevo día. Era el mes de junio, verano en el hemisferio norte. Sin embargo, debido a la altura, el clima era naturalmente frío. El sol salía a las seis de la mañana.

Todo el lugar estaba completamente en silencio, hasta los monjes mayores dormían. Pensaba que ellos se levantaban temprano siguiendo una rutina estricta, pero estaba equivocado. Ingresé al templo, donde tampoco había nadie.

El monasterio no tenía puertas en su perímetro exterior, así que pude dar una pequeña caminata por afuera. Por el resto de mi estadía, ese corto paseo formó parte de mi rutina diaria.

A las siete me presenté en el salón designado y empecé a dar las primeras clases de inglés.

CLASES CON LOS ALUMNOS

En la conversación que tuve con el lama director del monasterio pregunté si los chicos habían pasado cursos de inglés antes. Él me dijo que sí, que ya tuvieron un profesor y solo tenían que repasar algo de la materia para seguir avanzando.

La realidad fue muy diferente. Tuve que repasar una semana entera el alfabeto y también el vocabulario básico con todos los alumnos. Usaba como guía de ejercicios los libros que ellos mismos tenían. Los mayores entendían bien los ejercicios, pero no podía avanzar si quedaban algunos compañeros que estaban atrasados.

Las clases las preparaba el día anterior. Debo reconocer que me faltaba metodología y mis clases eran algo desordenadas. Lo que me dieron en la organización como guía para el profesor no fue para nada suficiente. Enseñaba lo básico: números, letras, diálogos cortos, dibujar, nombrar las partes que habían dibujado. La verdad es que el material era súper aburrido.

Tenía cuatro grupos de alumnos, que estaban mezclados en dos grados. En el primer grado, que tenía dos paralelos, estaban los chicos de 8 a 13 años; el segundo grupo, también de dos paralelos, tenía chicos de 14 a 18 años. En cuanto al avance, dependía de las personas: algunos era flojos y no querían trabajar, mientras que otros eran más aplicados.

Las clases empezaban, como mencioné, a las siete de la mañana, con un recreo cada dos horas. A la una de la tarde almorzábamos y a las tres, las clases se reanudaban hasta las cinco. Después de ello me iba a mi cuarto a descansar, pero muchos de los chicos venían para que les ayude a corregir sus tareas.

Aparte de mis lecciones de inglés, los alumnos también tenían otras clases o sesiones de meditación. Noté que la enseñanza se realizaba en tibetano, no en chino. En general vi que había mucha disciplina en el estudio, así como fraternidad y compañerismo entre los alumnos.

LA GENTE EN EL MONASTERIO

En el monasterio nadie tenía barba, ni siquiera los monjes mayores. Los monjes, como parte de su tradición, deben raparse la cabeza. Lo mismo sucede con las mujeres, quienes también deben raparse, si están en el mismo tipo de reclusión. Como anécdota, yo era el único peludo en el monasterio porque, además, tenía barba. 

Para vestirse, todos usaban una túnica roja y también llevaban una chaqueta del mismo color para abrigarse. para los pies tenían un tipo de zapato cerrado, ya que el clima puede llegar a ser bastante frío.  

En general no se permitía la entrada a mujeres. Sé que hay monasterios para mujeres donde también se las rapa y siguen la misma disciplina, pero no he entrado en ninguno de ellos.

En el monasterio no se escuchaba música, tal vez porque no había electricidad. El lugar era muy silencioso y tranquilo, sin nada de ruido. Ahora no sé si lo aguantaría. Sobre la comida, una o dos veces a la semana me traían comida china que era riquísima, pero el resto de la comida era súper aburrida: arroz con papa y un poco de carne molida. Los niños comían en un sector y los profesores, en otro. En cuanto al deporte, los niños jugaban fútbol en los recreos, como en cualquier otra parte del mundo.

CASTIGO A LOS INDISCIPLINADOS

Una vez, cuando ya estaba dos semanas allá, hubo un incidente con un niño que era muy indisciplinado. Este muchacho se estaba portando pésimo y lo saqué del aula porque desordenaba a toda la clase. Justo pasó el inspector, quien me preguntó con señales qué pasaba. Yo le respondí, también con señales, que se estaba portando mal.

Entonces el inspector me dijo, también con señas, que mire. Levantó el brazo lo más alto posible y le dio un sopapo tan fuerte sobre la cresta de la cabeza que dejó la marca de su mano en la cabeza rapada del chico. A mí me sorprendió ese castigo físico tan violento, especialmente si provenía de un monje, quienes supuestamente toman las cosas con más calma. Ya me imaginé cómo sería, en otras partes del Tíbet.

Desde ese momento me prometí hacer lo posible para que no castiguen a ninguno de mis alumnos.

LA ALEGRÍA DE COMUNICARSE

A medida que pasaban los días, tenía cada vez más confianza tanto con los monjes jóvenes como con los mayores. A mí me interesaba más comunicarme con los mayores, tienen muchos más temas para conversar. La gran pena es que apenas podíamos entendernos, ya que ni ellos sabían inglés ni yo tibetano. Para “hablar” lo hacíamos con fonomímica o haciendo dibujitos, tipo Pictionary. Era divertido.

Estas fotos fueron tomadas en mi cuarto, lo arreglé a mi gusto. En la primera foto está el cocinero del monasterio, un tipo muy simpático:

En ese tiempo tenía la creencia estúpida que era alérgico al maní y me urgía que los monjes entiendan mi problema. Lo gracioso era que no sabía cómo hacerles entender eso, así que tuve que recurrir a la mímica. Cogí un par de maníes, hice como si los tragara y después como si me atorara y moría por el ahogo. Era lo mejor que podía hacer.

¡Les pareció muy divertido! Los monjes se morían de risa y llamaban a otros para que les haga el mismo acto. En el monasterio había 68 de ellos, además de los 45 alumnos. Se armaban grupos para que yo les hiciera el show. Fue muy chistoso, terminé riéndome con ellos. Se encariñaron mucho conmigo.

No me acuerdo el nombre de los monjes, pero a mí sí me pusieron uno: Sonam Nima. En tibetano, Sonam significa “que tiene mérito”, mientras que Nima significa “resplandor del sol”. Me llamaban así “¡Sonam Nima! ¡Sonam Niima!”. No me llamaban Sergio.

MI ROSARIO, TU ROSARIO

Entre la gente que venía a mi cuarto también había monjes muy mayores, de sesenta o setenta años, que pasaban la tarde conmigo. Llegado un momento, tenía hasta diez de ellos meditando en mi habitación. Se sentaban a lado mío con sus malas (tipo rosarios) mientras repetían incansablemente el mantra “Om mani padme hum”.

Un día me encontraron sentado en mi cama, estaba tranquilo y en paz rezando mi rosario. Entraron igual, se sentaron y empezaron a repetir su mantra. Me senté a lado de ellos y les mostré el rosario. Por señas, pedí que me dieran una de sus malas. Después, tapé la cruz con mi mano y les mostré que tanto mi rosario como sus malas eran iguales: la fe era la misma.

SALIDAS DEL MONASTERIO

En los veintiún días que estuve en el monasterio, me dejaron salir solo cuatro veces a lugares poblados. La primera fue para que conozca el pueblo, la segunda en mi cumpleaños, el 29 de junio, y las otras dos cuando me llevaron a la ciudad de Yushu, la más grande y cercana al monasterio. Siempre me acompañaba algún monje, ejerciendo el rol de cuidador y también de vigilante.

A los pocos días de haber llegado, me llevaron al pueblo que se encuentra cerca para que pruebe la carne de yak. El yak es un animal de las mismas dimensiones que una vaca o toro, solo que tiene pelos en vez de cuero. Su carne es negra, de sabor fuerte y muy densa. Es maravillosa. No sé por qué su carne es más oscura que la de la vaca, tal vez por la oxigenación.

Llegamos al pueblito, que hallé muy lindo. Me convertí de pronto en una atracción. Yo estaba vestido con jeans y camisa. Como soy alto, de barba y con mucho pelo, les llamé la atención. La gente salía de sus casas, los niños se acercaban y me agarraban los vellos del brazo, tocaban la pelusa del pecho, mi cabello…, la gente así, un poco loca. Lo único que sabían decir en otro idioma era “I love you, I love you”. No sé si sabían el significado. 

En cuanto al tamaño de las personas, los monjes que estaban conmigo eran de mi estatura, alrededor de 1.80 metros. Le comenté después eso a mi coordinadora, quien me dijo que había una etnia en el Tíbet que tenía esa característica, de ser altos. Los tibetanos son más bien bajos de estatura. La explicación es que hubo un regimiento de soldados de Alejandro Magno que se quedó en el área y se mezcló con la población local.

EL CANADIENSE CON LA BATERÍA CARGADA

En el pueblo me encontré con un canadiense que estaba recorriendo el Tíbet en bicicleta. Con gestos, le pregunté a mi guardia, el monje, si podía quedarse a pasar la noche en el monasterio porque ya eran las 6 de la tarde, el sol se estaba ocultando y el hombre no tenía dónde quedarse a dormir. Me respondió que sí. 

Así que lo invité a acomodarse en mi habitación. La maravilla era que tenía una laptop y vimos una película. Yo no veía televisión hacía dos semanas, así que fue un retorno a la modernidad. Tampoco conversaba con nadie fluidamente, así que su presencia tuvo un aire refrescante después de dos semanas de encierro. El venía de una ciudad que tenía electricidad, por eso la batería de su laptop estaba cargada.

MI CUMPLEAÑOS

El 29 de junio, fecha de mi cumpleaños, la pasé en el monasterio. Viví dos excepciones ese día: la primera, me dejaron salir sin guardia y, la segunda, dejaron que lo festeje.

Debo aclarar eso de “dejar que festeje el cumpleaños”. En nuestra cultura occidental, es muy natural celebrar al día en que naciste. Es un día de felicidad por una nueva vida que empieza. Sin embargo, para la cultura tibetana, ese es un día triste porque se recuerda cuando la madre sufrió por el trabajo de parto. Entonces, ellos no celebran el día en que una persona sufrió.

Por otro lado, los tibetanos rechazan cualquier expresión o acto que realce o engrandezca el ego. La celebración del cumpleaños, como lo hacemos en occidente, es evidentemente una expresión del ego humano.

Dicho eso, puedo contar lo que hice ese día. Empecé mis clases normalmente a las siete de la mañana y terminé a las diez. Me dieron libre el resto del día para que haga las actividades que quiera. En la misma mañana llegaron la coordinadora del programa y sus papás, trayendo comida china para el almuerzo y una torta para cantarme happy birthday. Fue un lindo momento. A la una nos despedimos y después salí para explorar un poco los alrededores, ya que no había salido del monasterio hasta entonces. 

Di un largo paseo por las praderas que rodean el monasterio. Fue una caminata increíble. Llegué a una colina desde donde pude ver al monasterio a lo lejos, a los pies de una montaña. 

Ahí mismo caí de rodillas, de la emoción, y empecé a llorar. No podía creer que estuviera en el Tíbet. Ese momento me pareció sublime y sobrecogedor.

Me encontré con un pequeño problema. Para llegar al lugar desde donde había tomado esa foto, había caminado un buen trecho, dejando muy atrás un puente que crucé sobre un río caudaloso. Estaba demasiado lejos como para volver sobre mis pasos, así que busqué otro puente para cruzar de vuelta río abajo. Caminé mucho y, al no encontrar ningún puente, me vi forzado a cruzar el río mojándome, ya que se hacía tarde y podía agarrarme la noche. Llegué completamente empapado al monasterio.

A medida que me acercaba, tomé fotos de cómo era el lugar visto desde afuera. Se pueden apreciar las habitaciones de los monjes e internos, así como una vista del templo: 

VISITA A YUSHU

Unos días después de mi cumpleaños me llevaron a conocer Yushu, el poblado más grande cerca del monasterio. Esta ciudad había sufrido, en abril de 2010 (un año antes que llegue), un terremoto fuertísimo que dejó daños materiales considerables. Todavía se podían ver edificios resquebrajados e inhabitables. Entre las víctimas de ese sismo se contaron a 65 monjes que murieron al ser aplastados por rocas que cayeron de la montaña donde reposa su monasterio.

A continuación, algunas fotos que tomé de esa visita. Como no podía faltar, uno de los monjes me acompañó en el recorrido. 

EL TEMPLO Y LAS OFRENDAS

En los primeros días de mi estadía en el monasterio, noté que los monjes estaban atareados rellenando la estatua de una deidad de cinco metros de altura con rollos de papel. Esos rollos tenían escrito el mantra “Oh mani padme ohm”, repetido tantas veces como fuera posible en el papel. La creencia es que, una vez que la estatua termina de llenarse de los rollos con los mantras, ésta cobra vida y el espíritu desciende.

Una vez me invitaron a una de las ceremonias cuando baja el espíritu. No vi nada extraordinario, parecía que todos los monjes estaban durmiendo. Tiempo después averigüé algo más sobre este rito. La explicación sobre el comportamiento de los monjes es que ellos no están durmiendo, sino que están en un estado de meditación profunda. No sé qué pensar.

Algo que me llamó la atención es que la gente del pueblo también es muy dedicada a su religión. Un ejemplo de ello me lo dio la mamá de la coordinadora del programa. Cuando estuve en su casa la vi cocinando afanosamente durante la tarde, preparando un tipo de comida especial con harina, que resultó en una mezcla rara que no había visto antes. Pregunté para quién era esa comida y me respondió que era para los espíritus.

A las seis de la tarde ella salió con su tiesto de comida, lo puso en el altar y empezó a golpear una olla, llamando a los espíritus para que vengan. Al día siguiente, temprano por la mañana, volvió al altar a recoger las ollas que, aparentemente, estaban intactas. Esa comida después la botaban.  

CÓMO FUNCIONA EL MONASTERIO

El monasterio resulta ser también un internado para los primogénitos de las familias de la comunidad. Hay una tradición muy arraigada en el Tíbet, la cual indica que el primer hijo de una familia tiene que ser monje. Para llevar a cabo esta misión, el monasterio se ocupa del alojamiento, vestimenta y comida de sus internos.

El establecimiento se financia gracias a donaciones. Los peregrinos que llegan a este lugar traen sacos de arroz, papas u otros bienes que producen. Me imagino que también hacen donaciones con dinero en efectivo.

Una de las costumbres que tienen los monjes es muy curiosa. Cuando van al pueblo por algún motivo, a la hora de comer entran en uno de los restaurantes (que generalmente son de dueños chinos, no tibetanos), consumen lo que quieren y después dejan una nota que dice: “Que lo pague el próximo peregrino”. Es decir, esa cuenta la paga uno de los creyentes. Ese sistema debe funcionar, sino ya lo habrían cortado hace tiempo. Cuando salí la primera vez con los monjes, además de nuestro consumo, incluso pedimos comida para llevar, sin pagar nada por ella.

LOS NÓMADAS

En general, los tibetanos son personas de campo, granjeros. Vi mucha pobreza entre ellos. Algunos llegaban al monasterio en carreta tirada por un yak, sobre la cual había otro yak ya muerto. Ese cuerpo lo descuartizaban con cuchillos macheteros y así vendían la carne directamente al consumidor. El frío y la sequedad del ambiente deben ayudar mucho a mantener la carne fresca.

Hay una gran población de tibetanos nómadas que viven en yurtas. Las yurtas son parecidas a tiendas grandes de acampar pero hechas de pelo de yak, el cual es muy grueso y, una vez trenzado, debe ser tan fuerte y resistente como cualquier otro material de construcción moderno. Adentro de la yurta está muy caliente, ya que prenden un fogón y cocinan con material que también proviene del yak.

A continuación, las fotos que tomé de los nómadas:

EL DALAI LAMA

Un tema importantísimo que me recomendaron en la ONG es que, si alguien preguntara por el Dalai Lama, no debía responder nada ni entablar ninguna conversación sobre él. Este es un tema muy delicado para el gobierno chino, ya que el Dalai Lama, quien vive en el exilio en la India, todavía tiene mucha influencia con la población tibetana. China tiene un control absoluto sobre el Tíbet que se remonta a los años cincuenta.

Esa recomendación llegó a tiempo. Lo primero que hicieron los nómadas cuando fui a visitarlos fue preguntarme si conocía al Dalai Lama y, si así era, que le envíe saludos, que siempre lo recuerdan. Años después conocí al Dalai Lama en persona en unos cursos que tomé, pero no me acordé de darle los saludos de los nómadas.

Esta foto del Dalai Lama estaba en un comercio de telas y ropa en Yushu:

DESPEDIDA

Estuve en el monasterio por tres semanas, en las cuales aprendí muchísimo de la cultura tibetana. Cuando llegó el momento de despedirme, pensé que iba a ser emotivo para mí, como si hubiese cumplido un gran paso en mi vida, pero no fue así.

El adiós fue tranquilo, no hubo mayor alboroto. Me dijeron: “Oye, cuando puedas, vuelve, te vamos a estar esperando”, así de simple. Lo más importante es que me sentí súper tranquilo y contento con la experiencia.

En algún momento se me ocurrió quedarme más tiempo, pero eso habría significado perder el enlace con la ONG y además corría el riesgo de tener algún problema con las autoridades, complicando a los coordinadores. Al final, decidí volver de acuerdo al calendario. Los coordinadores fueron a recogerme, me llevaron en bus de vuelta a Xining y después al aeropuerto para mi vuelo de regreso.

FUI A ENCONTRARME CONMIGO MISMO

En el viaje al Tíbet tuve mucho tiempo para pensar, lo cual tiene como consecuencia que dejas de oír los ruidos externos para escuchar lo que te dice tu yo interno. Es por eso que lo considero como un encuentro conmigo mismo.

Unos de los efectos más importantes del viaje fue la decisión de redireccionar mi vida profesional, cambiando de carrera. Estaba ya entrando al último año de estudios en sicología, pero fue tan fuerte la experiencia que mis intereses se volcaron en otra dirección. Es así que tomé la decisión de estudiar antropología, lo cual empezaría a hacerse realidad el año 2013 en Australia. 

EL ÚLTIMO VIAJE SE CONVIRTIÓ EN EL PRIMERO

Cuando se me ocurrió ir al Tíbet, pensé que ese iba a ser el viaje decisivo, el último que necesitaba para establecerme, estar tranquilo y decir: “Ah, ya no necesito viajar más”. En realidad fue al revés, fue como el principio, el propulsor de seguir conociendo más lugares y más gente alrededor del mundo. 

PARA FINALIZAR

Aquí estás una de las mejores fotos que tengo de mi viaje al Tíbet, con mis alumnos en la puerta del templo. Observen el letrero azul arriba, la primera línea está escrita en tibetano, la segunda tiene la traducción en chino mandarín. Vale la pena notar que este monasterio había sido construido por el gobierno chino, ya que el anterior en el mismo lugar se derrumbó debido a un terremoto muchos años atrás.

con los alumnos en la puerta del templo

*****

Notas del editor:

Esta historia se basa en entrevistas y posteriores revisiones con Sergio Romo, realizadas entre septiembre y octubre de 2020.

Las fotos fueron proporcionadas por Sergio Romo. Otras imágenes tienen la acreditación correspondiente.

La redacción y edición son de Marcos Grisi Reyes Ortiz.

*****

¿Te gustó el relato? ¡Deja un comentario a continuación!

Suscríbete aquí para recibir nuestro boletín de noticias.

El contenido también está disponible en Facebook, Twitter, Instagram, Pinterest y LinkedIn.

*****

Escrito por

Cada historia que escucho es como si fuera mi propia historia. Y en cierta forma, es la tuya también. Al leerlas, espero que lo sientas así.

Deja un comentario