La primera vez que vi a Federico fue el día de su matrimonio. Acababa de entrar a la casa de Victoria, su novia, cuando él volcó la mirada para ver quién llegaba. Nuestros ojos se encontraron. De la nada, sentí un flechazo.
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Esta historia se basa en hechos reales. Algunos nombres y circunstancias fueron cambiados para proteger la identidad de los protagonistas.
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En esa época Victoria y yo teníamos diecinueve años. Acabábamos de salir del mismo colegio, aunque de cursos paralelos. Y, si bien en nuestra infancia éramos muy amigas y había estado en su casa muchas veces, en los últimos años, antes de salir bachilleres, nos alejamos una de la otra. La verdad es que me sorprendió que me haya invitado a su matrimonio, especialmente porque se trataba de una recepción íntima familiar.
En cuanto al hombre que vi cuando entré a su casa, debo confesar que me impresionó. Estaba parado al centro de la sala de estar, enfundado en un terno gris que le quedaba perfecto. Tenía un lindo físico, mentón partido y bonita sonrisa. Fue en ese momento que él sostuvo su mirada en la mía y nos quedamos paralizados por unos instantes que parecieron una eternidad, viéndonos uno al otro.
Entonces él bajó la mirada. Lo interpreté como un acto de timidez, lo cual me enterneció todavía más: “Guapo y tímido, qué hermoso”. Pregunté a mi amigo quién era. “¿No lo conoces? —me respondió—. Es Federico, el novio”.
Me quedé helada. No me gustó que nos hayamos mirado así. Sobre todo, no me gustó que él me haya sostenido la mirada con esa intensidad.
Obviamente, no era tímido. Simplemente se acordó de que estaba a punto de casarse. Punto.
UN PARÉNTESIS EN LA HISTORIA
Mi nombre es Antonella, tengo cuarenta y siete años y vivo actualmente en Bolognia, una bellísima ciudad del norte de Italia. Mi lugar de origen es Turín, a unas cuatro horas de aquí, cerca de la frontera con Francia. Soy la última hija de una familia de tres hermanos.
Mis padres se formaron en un contexto católico muy tradicional. Por mi lado —tal vez por ser la menor y más mimada, porque los tiempos cambiaron, o simplemente porque nací algo rebelde— no seguí sus enseñanzas, ni las de las monjas del colegio. Quise trazar mi propio camino y no me arrepiento de haber hecho las cosas a mi manera.
He decidido contar lo que me pasó porque creo que la gente que lea mi historia puede, tal vez, aprender de mis experiencias. Como me encanta la literatura, decidí titular cada parte de la historia con un refrán en mi idioma (con su traducción al español), así le doy ese carácter universal que tiene el fondo de mi narración.
GUARDARE E NON TOCCARE (mirar y no tocar)
Después de terminada la ceremonia, Victoria y Federico quisieron salir a pasear en auto para festejar, y el amigo que me acompañaba, que tenía un auto precioso prestado de sus padres, se ofreció a llevarlos por la ciudad.
Nos subimos los cuatro, yo en el asiento del copiloto. Mientras dábamos vueltas por la ciudad, a modo de conversación, me sentí en la obligación de pedir al tal Federico que cuide y proteja a mi amiga porque el matrimonio es para toda la vida. De alguna manera, sin embargo, cada vez que lo miraba no podía dejar de sentir una atracción hacia él y creí advertir que él también sentía lo mismo por mí. Era un poco incómodo.
Después de una hora de pasear, fuimos a un bar a tomar algunas copas. Luego los llevamos a su hotel para que disfruten de su noche de bodas. Para mi sorpresa, una vez allí, nos pidieron que los acompañásemos hasta su habitación, donde comimos frutas y festejamos con el champagne que les esperaba. Después, mi amigo y yo los dejamos.
No volví a verlos por un buen tiempo, aunque —desde la invitación a su enlace— retomamos con Victoria esa amistad de niñas a través de conversaciones por teléfono más o menos frecuentes. Tuvieron un hijo, Bruno, un niño precioso a quien conocí cuando me encontré con Victoria casualmente en un evento social. Para entonces, evitaba ir a su departamento para no encontrarme con su marido, porque inconscientemente sabía que algo pasaba entre nosotros.
AL CUOR NON SI COMANDA (al corazón no se manda)
Pasaron tres años. Tuve un par de novios en la universidad y empezaba a olvidar el tema. Federico no dejó de ser más que una atracción casual, aunque intensa.
En ese entonces tenía un lindo grupo de amigos, casi todos compañeros de universidad. Recuerdo que un día del verano de 1995 estábamos todos en una casa alquilada por Jérôme y Antoine, unos estudiantes franceses de Lyon, viendo por tele el último partido de temporada de la Serie A de fútbol. Ah, debo añadir que soy fanática de la Juve, como lo es toda mi familia. Ese año salimos campeones.
Además de los amigos, había en la casa algunos invitados más. Uno de ellos, un gordito de bonitos rasgos, me pareció conocido pero no recordaba dónde lo había visto antes. A veces sentía que él me miraba fijamente, pero no le di mucha importancia hasta que, al final de la tarde, se acercó. “Tú no me estás reconociendo, ¿no?”, me preguntó. Le respondí que no. “Soy Federico, el esposo de tu amiga, Victoria”.
En ese momento me dio un pequeño ataque de pánico. Me acordé de todo lo que había sentido por él cuando mi amiga se casó, del esfuerzo que hice para olvidarlo, y a pesar de eso no podía negar que había una química entre nosotros. Sobre todo, me alarmó verlo de repente frente a mí, tan real, sin Victoria, y yo sin poder escaparme de su presencia. Él no dejaba de ser un hombre comprometido con una esposa y una familia.
Como una forma de ocultar la emoción que tenía al verlo y que no se notara, le increpé: “¿Y qué estás haciendo aquí? ¿Por qué no estás con mi amiga? Estuviste en esta fiesta de solteros todo el día! Deberías estar en tu casa con tus esposa y tu hijo”. Reconozco que estaba molesta de observar ese descaro con que disfrutaba de la reunión y reaccioné como lo que soy, del tipo franco-agresiva.
Me dijo que no necesariamente tenía que ir a su casa porque, si bien seguía viviendo con Victoria, se estaban separando: “Vamos a iniciar el divorcio”. No quise hablar mucho más con él ya que sentía la obligación de ser leal con mi amiga y de no involucrarme con hombres casados. Solo le dije que esperaba que arreglen sus cosas por el bien de su familia. Esa fue toda la conversación.
LA GOCCIA SCAVA LA PIETRA (la gota escaba la piedra)
Varios meses después nos encontramos nuevamente, esta vez en la calle. Estaba haciendo compras en la Vía Garibaldi (una calle peatonal muy concurrida en Turín) cuando escuché que alguien me llamaba desde uno de los cafés. Era él, sentado en una mesa. Me acerqué a saludarlo, quería mostrarme natural y un poco indiferente. Me pidió que lo acompañara, lo cual acepté.
En el preciso momento en que tomé asiento, sentí que una voz de alarma interior me decía: “Cuidado, no bajes la guardia”. Pero el día estaba muy bonito y tenía ganas de conversar con alguien, así que hice caso omiso de la advertencia.
Inicié la conversación preguntándole cómo estaba Victoria, si las cosas habían mejorado entre ellos. Me dijo que ya estaban divorciados y que cada quien estaba haciendo su propia vida, a pesar de que seguían viviendo juntos por un tema económico. La forma en que se expresó fue tan natural que le creí. Lo que no mencionó (y me enteré después) es que ya tenían un segundo hijo en camino, a pesar del difícil momento por el que estaban pasando. Más adelante contaré algo más de ello.
Estuvimos en ese café por una hora más o menos, charlando de diferentes temas.
Desde ese momento empezamos una amistad. Me pidió mi teléfono, que le di a pesar de las dudas que tenía porque él no había lo correcto con su familia. Le decía: “Tienes mujer, debes volver con ella, no puedes deshacer tu matrimonio”. Cuando me enteré del segundo hijo, no reaccioné con enojo por haberme ocultado un tema tan importante, lo cual fue un error. Al contrario, empecé a brindarle apoyo, a ser su sicóloga, su amiga y también su confidente. No me daba cuenta de que estaba entrando a un torbellino del cual no podría escapar.
Según yo, nunca iba a salir con un divorciado; y nunca —ni pensarlo— con el exesposo de una amiga. La vida me dio un par de sopapos en la cara con esos dos “nuncas”. Me ahorro contar lo que mis padres me dijeron cuando se enteraron del acercamiento. Recuerdo la mirada severa pero preocupada de mi padre, que me aconsejó: “Ten cuidado con lo que haces”.
En esa época trabajaba a medio tiempo en el departamento de ventas de un edificio nuevo de oficinas. Federico alguna vez me acompañó hasta ahí.
Un día llegué a mi oficina y encontré sobre el escritorio un ramo de flores inmenso, con una tarjeta que decía “este es el principio de un nuevo comienzo”. Media hora después llegó él a mi oficina, casi sin anunciarse y me dijo que quería hablar conmigo.
Lo escuché parada a un lado de mi escritorio, no quería sentarme ni que él se acomode. Intuía que algo podía pasar. Me dijo que el día anterior había hablado con Victoria. Hasta entonces, ambos todavía vivían en la misma casa a pesar de que, como pareja, se encontraban separados. Le contó que estábamos viéndonos como amigos, y le pidió permiso para enamorar conmigo. Y añadió, tranquilamente: “Victoria entendió la situación. Me dijo que sí, que podía”.
Me sonó tan extraño que un adulto solicite una autorización así y que después me cuente su conversación como si fuera lo más natural del mundo, que definitivamente no lo es. Atiné a decirle, en tono de enojo: “Ah, qué lindo, ella te da el permiso y yo, que soy la principal interesada, no tenía ni idea de tus intenciones. ¡Ni siquiera me consultaste si aceptaba que tú le hables de esto!”.
Al final me convenció de que salgamos más formalmente, un poco más que como amigos. Yo tenía la idea de que iba a ser algo transitorio, porque mi plan de vida era casarme con un chico que conocía desde colegio, mi amor platónico, que estaba en ese momento estudiando en los Estados Unidos. Mientras tanto, podía entretenerme con otros amigos.
IL MIGLIOR SPECCHIO È UN AMICO VECCHIO (el mejor espejo es un amigo viejo)
Por esos días me encontré casualmente con Victoria en las afueras de Porta Nuova, una de las estaciones de Metro del centro de la ciudad. Me acuerdo exactamente del momento, fue algo extraño.
En las afueras de esa estación hay un puesto precioso de venta de flores donde, cada vez que podía, compraba algunas para llevar a casa. La dueña del lugar, Agnetina, una señora sueca muy amable, traía sus productos directamente de su granja. Siempre se alegraba cuando me veía. Teníamos lindas conversaciones, me contaba sobre tantas cosas que había vivido. Qué será de su vida, hace tiempo que no la veo, debe tener unos setenta años ahora.
Ese día Agnetina me entregó una pequeña maceta que contenía unas flores lilas, de un tono muy intenso. No quiso recibir dinero a cambio, pero sí me dijo las siguientes palabras: “Estas flores son ahora parte de ti. Dales cariño y cuídalas, para que no pierdan su color”. Tal vez era la premonición de algo que vendría más tarde en mi vida.
Entré a la estación para tomar el tren a Rivoli, mi destino final. Entre el gentío distinguí a Victoria caminando con su pequeño hijo agarrado de la mano. Se la veía pensativa. Tenía un embarazo avanzado, así que caminaba lentamente. Me acerqué para saludarla y ver a su hijito. Había pasado tiempo desde el último encuentro.
Nos abrazamos con mucho cariño —una amistad de tantos años, desde niñas, siempre deja su marca—. Sabíamos que había temas que conversar pero no encontrábamos por dónde empezar. La invité a dar una vuelta caminando antes de tomar el tren. Aceptó.
Salimos a la calle. Le pregunté si todavía quería a Federico. Me respondió que no, que prefería no volver con él. Ahí fue que me confesó que Federico era abusivo y mujeriego, la hacía sufrir mucho y no quería un hombre así en su vida. No quería que sus hijos vivan con un padre así.
También me dijo que estaba segura de que yo iba a terminar casándome con él. “Lo conozco, es muy persistente, él quiere salir contigo y lo va a obtener, me lo ha dicho”. Y añadió: “Me encantaría que tú seas su mujer. Sé que vas a cuidar de mis hijos y, además, tienes carácter fuerte, lo vas a saber moderar”.
Esas últimas palabras me dieron la impresión de que, en realidad, ella lo seguía queriendo. Victoria, al parecer, quería verlo feliz, y veía en mi a la persona ideal con la que él podría llevar una vida más ordenada. Esto tal vez explica porqué ella se mantuvo siempre como su amiga, no como su exesposa.
Todo era muy raro. Le contesté que me extrañaban sus comentarios de Federico porque conmigo era muy bueno y amable, hasta conservador en sus tradiciones. “Lo único que te pido —insistió—, es que te cuides de las mujeres y te cuides del abuso. Si controlas las dos cosas, estarás bien”. Noté en su rostro un cierto aire de tristeza.
Esa fue toda la conversación. Me despedí de ella y del pequeño Bruno, sin saber cuándo los volvería a ver. Recuerdo que en ese momento pensé que debía estar despechada por algo que él hizo y esa era su venganza. Decidí ignorar su advertencia.
L’UOMO CREDE VERO TUTTO QUELLO CHE DESIDERA (el hombre cree cierto todo aquello que desea)
Después de esa conversacíon con Victoria, vi que el camino para iniciar una relación formal con él estaba libre. El amor a primera vista que tenía reprimido desde su matrimonio, reapareció. Y así, a los siete meses de noviazgo, me embaracé. Para entonces él tenía 23 años y yo, 20.
Bueno, en realidad no sabía que estaba embarazada. Tenía un retraso y un cierto malestar, pero nada más. En esos días Federico obtuvo un trabajo en el puerto de Génova, algo relacionado con una compañía de transporte de mercancías, no recuerdo bien. Lloré porque se estaba yendo, yo que jamás había llorado por alguien.
Me pidió que, mientras se instalaba en su nuevo trabajo, fuese al médico para confirmar si estaba embarazada. Eso hice y, efectivamente, lo estaba. Lo llamé con la noticia. Me dijo que me iba a llamar de vuelta.
Me pidió que llame a Victoria para recoger la sentencia de divorcio, del cual él no tenía copia, y que me ocupe personalmente de llevar los papeles al abogado para poder casarnos. Debo confesar que tenía dudas sobre mi matrimonio porque veía un patrón en su comportamiento. Victoria —como yo— se había casado embarazada. ¿No sería ese su modus operandi para atrapar a la mujer que quería?
En algún momento tuve el valor de decirle que no era necesario que se case conmigo, que mis padres entendían la situación. Lo único importante era que el niño llevase su apellido y nada más.
En realidad mis padres estaban muy molestos con lo sucedido, pero yo pretendía ante él que todo estaba bien. Por otro lado, no quería que se case conmigo por obligación, sino por amor. “Tómate tu tiempo, que nazca el niño y, cuando estés seguro, nos casamos”. Pero no, insistió en que nos casemos y yo acepté.
Hicimos la ceremonia de matrimonio civil en la casa de mis padres en mayo de 1996. Casi fue una copia de su primer matrimonio con Victoria, solo que ahora el hombre había ganado algunos kilos demás.
A ninguno de los dos matrimonios asistieron familiares suyos. Su madre había fallecido cuando él era adolescente y su padre, que se volvió a casar, vivía en Bari, una ciudad del sur. Entre los dos no había buena relación. En realidad, su padre se casó varias veces —nueve en total—, lo cual debió haberme dado la idea de que el modelo que Federico recibió de su papá en cuanto al matrimonio no era precisamente de estabilidad. Esa señal también la pasé por alto.
DONNE E UOMINI GELOSI SON TROPPO PERICOLOSI (mujeres y hombres celosos son muy peligrosos)
Todo lo que me advirtió Victoria que podía pasar, pasó.
Federico era un hombre maquiavélico, aunque no estoy segura de si ese es el término que debería usar. Había estudiado dos años en la l’Accademia militare di Modena, la cual se encuentra cerca de Bolognia, donde vivo actualmente. Sabía, gracias a su entrenamiento, cómo doblegar a una persona, sicológica y físicamente. Y usaba lo aprendido en nuestro matrimonio.
La agresión sicológica empezó apenas nos casamos. Para hacer nuestra relación matrimonial llevadera tuve que cambiar completamente de estilo de vida. Por ejemplo, como terminaba de trabajar a las 19:00, tenía que estar en casa máximo a las 19:30, si no armaba un escándalo. No aceptaba que llegara un poco más tarde, por más reuniones de oficina que tuviera. Por otro lado, él no me pidió que dejara de trabajar, lo cual era un poco contradictorio.
Para no sufrir las constantes peleas por sus celos, dejé de ver a mis amigas. Abandoné la universidad, porque no soportaba la idea de que yo comparta con estudiantes hombres. Trabajé en forma limitada para que no me dieran más responsabilidades y evitaba cualquier reunión social con mis colegas de trabajo. Hasta disminuí las visitas a mis padres, todo para no molestarlo.
Llegó a manipularme de una forma tal que hizo que me sintiera culpable si él se enojaba por algo. También iba logrando poco a poco disminuir mi autoestima. Cualquier comentario que yo hacía lo tildaba de “otra de las estupideces que dices”. En las reuniones con amigos (sus amigos, debo decir), prefería no hablar mucho para que después no me reclame de porqué dije tal cosa u otra.
Mucho tiempo después me di cuenta de cuál era su táctica psicológica. Para que un abusador oprima a una persona en forma constante, el abusado debe tener una baja autoestima, de esta manera su capacidad de defenderse y reaccionar es muy baja porque no se cree capaz de poder enfrentarse. Una persona con una alta autoestima, por otro lado, jamás va a permitir que alguien le levante la mano.
Había varios actos de agresividad chicos que para la gente pasaban desapercibidos porque aprovechaba nuestros momentos a solas. Por ejemplo, recibía golpes en la nuca, en la espalda, me arrinconada contra la pared, una ahorcada que no termina de ahorcar. No dejaban marca física que los pusiera en evidencia.
¿Por qué seguíamos juntos? Había un ciclo que se repetía, que después reconocí como un patrón de comportamiento de los abusadores: te agredo, te pido perdón, lloro por mi debilidad, te mimo, nos reconciliamos y otra vez te agredo.
A pesar de que me daba cuenta de ello, no sabía cómo salir de ese círculo vicioso. Me había transformado de una mujer segura de si misma a una persona débil y dependiente emocionalmente de él. Es un poco inexplicable, pero así era.
TRA MOGLIE E MARITO NON METTERE IL DITO (entre mujer y marido no metas el dedo – es decir, no puedes saber lo que realmente pasa en una relación de pareja)
A un año y medio de estar casados por lo civil, me salí de casa con mi hijo para ir a vivir donde mi madre. Estaba harta de sus maltratos, ya no aguantaba más.
Estuvimos separados siete meses, tiempo en el cual parecía que se había vuelto un hombre nuevo. Se convirtió en cristiano carismático o una de esas ramas. Todavía tengo dudas de si su “conversión” fue real o solamente un show para llegar a mí a través de mi familia, que es muy religiosa.
Por mi lado, seguía enamorada de él, además que tenía la creencia cristiana de que el matrimonio es para toda la vida. Me prometió que no iba a haber más maltrato y su arrepentimiento parecía sincero. Accedí entonces a volver a vivir juntos.
En la reconciliación nació mi segundo hijo.
En esa época Federico trató de ser lo que no era: una persona de niños, de casa y familia. Él era, más bien, del tipo de hombre que no quiere compromisos de largo plazo ni niños que le molesten en su rutina diaria. En mi enamoramiento me negaba a aceptar esa realidad.
SE SEI ONESTO, DIO FARÀ IL RESTO (si eres honesto, Dios hará el resto)
Cuando mi hijo mayor cumplió seis años, tuvimos los dos una conversación con el director del colegio católico a donde queríamos que entre a estudiar. Él nos convenció de que debíamos casarnos por la iglesia, porque “así es como debe ser”. Para entonces el matrimonio estaba funcionando bien, así que decidimos dar ese paso importantísimo: comprometernos en la unidad por siempre ante Dios.
Así lo hicimos. Nos casamos en la iglesia de Santa Cristina, que queda justamente por la Piazza San Carlo, cerca de la casa donde vivía Victoria y donde nos conocimos. La ceremonia fue preciosa, nuestros hijitos entraron por el pasillo llevando los anillos. También estaban presentes los hijos de Victoria (es decir, los hermanos mayores de mis hijos) quienes fueron llevados por su abuelo. Victoria fue invitada a la ceremonia, pero prefirió no asistir. La entendí perfectamente.
Lo que vivimos ese día auguraban tiempos felices para toda la familia. En ese momento entendí que el amor es una decisión, no solo un sentimiento.
L’ABITO NON FA IL MONACO (el hábito no hace al monje)
La promesa de no agresividad no duró mucho. Al año siguiente tuvimos un incidente que pudo haber tenido consecuencias muy graves. Nuestro hijo mayor tenía siete años y el menor, cuatro.
Era un día de invierno, por el mes de febrero. Llegué a casa después de un día agotador en el trabajo. Atendí a mis hijos, les di de comer y los acosté. Esa tarea la tenía que hacer siempre yo, ya que Federico determinó que dar de comer a los niños y bañarlos es función de la madre, no del padre. Mientras me ocupaba de esa tarea, él veía televisión o trabajaba en su computadora.
Después de acostarlos, serví la cena y le pregunté si quería un café, a lo cual me contestó que no. Entonces me puse el pijama y me metí a la cama. Empezaba a agarrar algo de sueño, cuando me dijo: “¿Me traes un café?”. Él también estaba ya en la cama.
Yo estaba acostada de lado, dándole la espalda. Recuerdo que volteé la cabeza un poco, mirándolo de reojo y le dije: “Fede, ya te lo he ofrecido en el momento que podía traértelo, ahora tienes patitas, tienes manitos, nada te falta, ve y te traes tu café”. Eso me decían en mi casa, para mí no era ningún insulto.
Sentí que él se dio la vuelta, puso su pie detrás de mi espalda y me empujó con fuerza fuera de la cama. Oí que me dijo: “¡Dije que me traigas un café!”. Salí disparada, aterrizando bruscamente en el piso.
Ese día se acabó la paz familiar.
A MALI ESTREMI, ESTREMI RIMEDI (a males extremos, remedios extremos)
Me paré, fui al ropero, saqué dos cinturones negros con hebillas gruesas y prácticamente le grité, furiosa: “¡Tu madre no te ha enseñado a no tocar a las mujeres, yo te voy a enseñar!”.
Yo estaba consciente de lo que estaba haciendo, pero actuaba de una forma como si estuviera loca, fuera de mis casillas. Era un poco a propósito, para aumentar el efecto de mi enojo. Me subí a la cama y con los cinturones le pegué lo más fuerte que pude, además de darle patadas o lo que saliera.
Él no me devolvía los golpes. Trataba de calmarme. Como tenía un entrenamiento de lucha militar, además de ser más alto y fuerte (yo mido 1.65 y pesaba 62 kilos, mientras que él mide 1.84 y pesaba 120 kilos, sabía cómo defenderse. Recibió un par de cinturonazos antes que lograra quitarme la correa. Lo mismo con mis patadas, las bloqueó, me agarró uno de los pies y me tumbó a la cama.
Pero no me daba por vencida. Esos minutos fueron la mejor terapia sicológica de mi vida, para sacar todo el enojo de las agresiones que había sufrido durante tantos años de matrimonio.
En verdad que lo que hice no se lo aconsejo a nadie. Si el hombre se enoja de veras, realmente la mujer puede llevar las de perder, basta que el otro reaccione con fuerza y listo. En mi caso, si a Federico se le ocurría darme un cachetazo o empujón, habría terminado estampillada contra la pared. Gracias a Dios no lo hizo y hasta ahora no sé la razón. Puede ser porque su abuso era más sicológico que físico, por eso se mantuvo en calma.
Como veía que no tenía ningún éxito con mis manos o piernas, agarré un vidrio redondo de una mesa de mimbre que teníamos en el cuarto y se lo lancé a la cara. Él puso su brazo para protegerse y el vidrio se rompió en pedazos que volaron por todo el cuarto. Uno de esos pedazos le hizo un corte profundo en el antebrazo, de donde empezó a sangrar profusamente.
Seguí con el impulso de agredirlo, sin darme cuenta del daño que le había hecho. Él me agarraba tratando de contenerme, manchando con sangre mi pijama y los brazos.
SE VUOI LA PACE, PREPARA LA GUERRA (si quieres la paz, prepárate para la guerra)
Cuando se dio cuenta de que la sangre que emanaba era mucha, me gritó: “¡Estás loca, pará, has perdido la cabeza!”. Nunca lo había escuchado hablar con ese tono de alarma, así que paré de inmediato.
Oí que mis hijos empezaron a llorar. Tenían cuartos separados al lado del nuestro. Cuando el mayor oyó el ruido de la pelea, se fue al cuarto de su hermanito para protegerlo.
Mientras Federico se envolvía la mano y antebrazo con una toalla, salí de mi cuarto y entré donde ellos estaban; los vi con sus caritas asustadas. Me acerqué pensando qué tipo de sicología infantil podía aplicar para explicar la situación.
Me acuerdo que les dije: “Chicos, tranquilos, la mamá está educando al papá, porque la abuelita no enseñó al papá a no tocar a las mujeres. Ahora él sabe que no puede tocar a una mujer, que a la mujer se la cuida. No se asusten”. En realidad, sabía que cualquier cosa que dijera a mis hijos no iba a quitarles el susto del griterío y del ruido de golpes, sobre todo de sentir la violencia desatada entre sus padres. Habría preferido mil veces que ellos no sean testigos de nada de lo que estaba ocurriendo, solo que ya no me quedó otra opción que defenderme.
Mi hijo de siete años me miró con sus ojos grandes, posiblemente ni escuchó lo que acababa de decir, y me dijo: “Mami, estás con sangre en tu ropa, ¿tienes una herida?”. “¡No! —le dije—, ¡es de tu papá!”. “¡Ah, ya!” me respondió. Esa reacción me hizo asustar más, porque lo lógico era que pregunte “¿Y cómo está papá?”, pero no dijo nada. No había sentimientos en las palabras de mi hijo, no supe qué pensar.
AL VECCHIO NON MANCA MAI DI RACCONTARE (al viejo no hace falta contarle las cosas – porque ya las sabe)
Cuando salí de la habitación de los niños, Federico ya no estaba. Había sacado su maletín, puesto unas cuantas ropas ahí y se había marchado. Salió rumbo a la casa de mi mamá, a quien le dijo: “Señora, su hija está loca, me ha agredido, ¡me ha cortado la mano!”.
Es cómico pensar cómo se revirtieron los papeles: ¡ahora el agresor resultaba ser una pobre víctima! ¿Cuántas veces lo había perdonado sin hacer tanto escándalo?
Mi mamá sabía de la violencia que yo sufría y mi familia también, pero no hacían nada por un supuesto respeto al tema del espacio personal. Ellos eran de la opinión de “tú tomas la decisión, entonces asumes las consecuencias”.
Mi madre le dijo: “Mejor quédate aquí, Federico. Han tenido una pelea y ella debe necesitar estar un tiempo a solas, por eso es mejor que te quedes”. En realidad, la prioridad de mi madre era alejar a Federico lo más posible de mí, enfriar las cosas para evitar que él regrese a agredirme.
Mis padres pensaban que no podían meterse mucho en la pelea, porque si tomaban partido podía ser perjudicial en la relación que tuvieran después con cualquiera de los dos. Peor aún si había una reconciliación. Como que, otra vez, así fue.
OGNI PROMESSA È DEBITO (cada promesa es una deuda)
Dos semanas después del incidente nos encontramos donde el abogado para iniciar el trámite de divorcio. Esta vez fui yo quien inició la demanda. Ya estaba mentalizada en que la situación era insostenible. Debíamos repartirnos las cosas y cada quien tomar su rumbo. Iba a pelear la tutela de mis hijos, aun cuando eso me perjudicara en la parte económica.
Él, más bien, tenía otras intenciones. Quería arreglar las cosas para que no nos separemos, pedir perdón. Me prometió de rodillas que nunca más lo iba a hacer.
Otra vez le creí.
Lo cierto es que, a partir de entonces, nunca más hubo un solo acto de agresividad de su parte. Hizo todo lo posible por ser buen esposo, buen papá e integrarse a la familia.
En septiembre de ese año consiguió un buen trabajo en Bolognia, en una compañía alemana proveedora de insumos para las fábricas de autos de la zona. Sus conocimientos de alemán, que adquirió cuando trabajó una época en Viena después de colegio, lo ayudaron. El sueldo que ganaba era muy bueno.
Decidimos entonces trasladarnos todos a esa ciudad. Renuncié a mi trabajo en un banco en Turín y cambiamos de colegio a los chicos. Todo esto era una muestra de la confianza que yo tenía y quería tener en él. En Bolognia no busqué trabajo y me dediqué a tiempo completo a mis hijos, que eran muy niños aún. Fueron los años más lindos que recuerdo de nuestra vida familiar.
Vendimos la pequeña casa que teníamos en Turín y compramos un departamento en las afueras de Bolognia, hacia el noroeste, cerca de la carretera a Modena, donde estaban las fábricas de autos de los clientes de Federico. El lugar era precioso, con muchos jardines y parques alrededor. Los chicos se integraron rápidamente, hasta formaron parte de la squadra (equipo) de fútbol de su colegio.
Parecía que por fin habíamos conseguido la felicidad como pareja.
PECCATO CONFESSATO, MEZZO PERDONATO (pecado confesado, medio perdonado)
La vida que hicimos en Bolognia fue bellísima. A pesar de los constantes viajes que debía hacer Federico a las fábricas de sus clientes y a la oficina principal en Alemania, me las arreglaba para atender a los chicos en todo lo que tenían que hacer en el colegio y, a la vez, hacer alguna de las actividades culturales que hasta hoy me encantan.
Tenía un grupo de amigas muy lindo, mamás del colegio de mis hijos, con quienes íbamos a escuchar música en diferentes lugares. El dinero no era problema, porque nuestros esposos tenían buenos ingresos en sus trabajos.
Uno de los viajes culturales que más recuerdo fue cuando fuimos a la Arena de Verona (a dos horas en auto hacia el norte) para ver Madame Butterfly. Ya conocía la trama de la ópera de memoria y me encantó la escenografía que usaron. También recuerdo ver algún concierto de Andrea Bocelli, cuando todavía cantaba “Con Te Partirò” en italiano antes de que convirtiera la canción en “It’s time to say goodbye”.
Otro recuerdo muy lindo que tengo es de cuando íbamos al estadio a ver jugar a la Juve de visitante. Mis hijos también se hicieron fanáticos del equipo. En esa época nos tocó vivir el descenso a la Serie B por un escándalo que tuvieron en la Liga, así que la pelea para ascender de nuevo a la Serie A la sufrimos en carne propia. El héroe de mis hijos era Gianluiggi Buffon, el arquero. El mío era Alessandro Del Piero, no es necesario explicar el porqué.
Algo que realmente lamento es la ausencia de Fede en tantas actividades de mis hijos, desde las idas al estadio hasta sus propios partidos de fútbol en la escuela. No estuvo en varios cumpleaños. Poco a poco nos fuimos acostumbrando a vivir sin él presente. Yo trataba de hacer lo posible por llenar ese vacío, aunque no siempre lo lograba.
IL LUPO PERDE IL PELO MA NON IL VIZIO (el lobo pierde el pelo pero no el vicio)
Desde la pelea que casi nos separa, nuestra relación de pareja fue decayendo. Con los años, entramos en una rutina que no era saludable y nuestros encuentros íntimos se redujeron a casi nada. Había engordado tanto que, cuando lo hacíamos, tenía que concentrarme en evitar que me aplaste y que me quite la respiración, más que en el acto en sí. Ya no era placentero. Las piruetas que hacíamos cuando éramos novios se convirtieron en un lejano recuerdo.
Además, empezó a roncar fuerte e incontrolablemente. Mientras más bebía, peor. Cuando yo estaba muy cansada y él iba a llegar tarde después de reunirse con sus amigotes, apestando a cerveza, cerraba la puerta de mi cuarto con llave, así él tenía que irse al cuarto de visitas a dormir. Incluso así, los vidrios de la ventana de mi cuarto vibraban con sus ronquidos.
A medida que pasaba el tiempo se ausentaba cada vez más, con la excusa de viajes a las fábricas y distribuidoras. Empecé a sentir que su indiferencia hacia mí y los niños, así como sus largas ausencias de casa se debían no tanto a su trabajo, sino a alguien que estaba viendo. Esas cosas una mujer las intuye. Empecé a desconfiar de él y a sentirme insegura sobre nuestro proyecto de vida.
Pedí a Dios alguna guía o mensaje que me aconseje sobre qué hacer o pensar. Oré por muchas noches. En una oportunidad abrí la biblia (mucha gente no cree en eso, pero yo sí) y fijé por casualidad la vista en varios versículos de Salmos, que yo interpreté así: “La maldad abunda en su cama y la mentira en su boca”; “No tiene miedo que Dios lo descubra”; y “El perdón no viene de ti, viene de Dios”.
No soy una fanática que se iba a divorciar por algunos versículos bíblicos. Necesitaba pruebas, y Dios me las dio. Limpiando su escritorio, se cayó por accidente un libro al suelo, el cual se abrió dejando caer facturas por estadías en hoteles de dos personas. No había una explicación lógica para ello.
Con esas facturas en mano, me senté una noche en la mesa de la cocina, con los niños ya dormidos, se las mostré y le pedí que me contara en qué andaba. Puse la biblia abierta sobre la mesa, en la página donde había leído los versículos unos días atrás, y le exigí que los vea. Él leyó esos versículos y, como alguna vez se acercó a Dios, se puso a llorar. Ahí me confesó que sí, estaba viendo a otra mujer que conoció en su trabajo.
Mi reacción fue muy calmada. Le dije así: “Dios dice que lo primero es mi matrimonio, entonces yo, con Su amor, te perdono. Quiero saber qué quieres o piensas tú”. Entonces en vez de decirme que aceptaba mi perdón, que había metido la pata, que volveremos a intentarlo, o lo que sea, me dijo que estaba “confundido”.
Ahí se acabó mi paciencia. Mi intención de hablar calmada y tranquila voló por los aires. Prácticamente le grité: “La que está confundida ahora soy yo. Para no estar confundida necesito los papeles del divorcio ¡ahora! Necesito un papel que me dé permiso para divertirme, para confundirme y para vivir”.
Digamos que no era, económicamente hablando, el mejor momento para divorciarme. Hacía cinco años que había dejado de trabajar, no tenía ingresos propios y dependía completamente de él. Mis hijos ya eran grandes, con un estilo de vida que no quería que pierdan. No podía ni considerar volver a la casa de mis padres en Turín.
MEGLIO UNA BRUTTA SENTENZA CHE UN BEL FUNERALE (mejor una mala sentencia que un bello funeral)
Esta vez sí estaba decidida a llevar el divorcio hasta su estancia final. El proceso fue largo y con un amague de mi parte. En resumen, él quería vender el departamento, repartirnos a mitades la plata, que yo me consiga un departamento más pequeño, me haga cargo de los hijos (que para entonces tenían quince y trece años) y él me iba a pasar pensiones.
Yo le propuse que más bien sea al revés, que vendamos del departamento, yo me quedaría con el 50% y él se haría cargo de los chicos. No me tendría que pasar ninguna pensión, pero tampoco tenía que esperar que lo apoye con la educación de los muchachos.
Es una pena, ahora que lo pienso, cómo seres tan queridos como los hijos pueden convertirse en frías piezas de negociación en un proceso de divorcio. Es hasta cruel.
Un poco para mi descargo, yo había puesto a mis hijos en antecedentes de que iba a usar esa estrategia, apuntando a que su papá se iba a asustar con la responsabilidad de verse a cargo de los dos y cederme todo. El mayor me dijo con mucha soltura: “No te preocupes, mami, si el acepta quedarse con nosotros, a los tres meses vas a ver lo que sucede”. Ellos conocían a su papá y sabían que no iba a aguantar el ritmo de actividades que ellos tenían y exigían.
Tal como calculé, Federico cedió inmediatamente: me dejó el departamento y accedió a darme una pensión mensual. Lo único que se llevó fue su auto, que era el más lujoso de los dos que teníamos.
FAI L’AMORE QUANDO FINISCONO LE PAROLE (haz el amor cuando terminan las palabras)
Durante los años en que estuvimos casados hemos dormido siempre en la misma cama. Incluso en la época cuando estábamos en proceso de divorcio y no teníamos ningún tipo de acercamiento físico, seguíamos compartiendo el mismo espacio. Él nunca se fue a otro cuarto ni tampoco durmió en el sillón de la sala, lo cual da una idea de que, de alguna manera, seguíamos queriéndonos.
Cuando firmamos los papeles de divorcio, Federico todavía no se había ido de casa. Después de terminar el trámite en la oficina del abogado, nos dirigimos al departamento, ya que él todavía tenía que sacar su ropa y artículos personales. Nuestros hijos se encontraban allí, así que aprovechamos de informarles que estábamos legalmente separados y que su padre se trasladaría al siguiente día.
Esa noche cenamos los cuatro juntos por última vez. Ya se notaba el distanciamiento entre Federico y mis hijos, tanto por sus largas ausencias como porque estos sabían que el responsable de la separación era él. Por mi lado, yo no tenía energías para nada: mis reservas de optimismo, buen humor o de consejos como sicóloga amateur se habían acabado. Esa cena transcurrió casi en completo silencio. Apenas terminamos, los chicos se fueron a sus cuartos y cerraron sus puertas con llave.
Entramos a nuestro cuarto. Federico sacó dos maletas para acomodar su ropa, mientras yo me quitaba el maquillaje y me ponía las cremas para dormir, como cualquier otra noche. La televisión estaba encendida. Nos metimos a la cama al mismo tiempo, cada uno por su lado. Solo cabía esperar que nos entre un poco de sueño, apagar las luces y esperar al siguiente día, cuando cada quien empezaría una nueva vida.
Tenía una mezcla de pesadez de espíritu por la situación del divorcio, pero a la vez una cierta ligereza porque sabía que por fin todo había acabado. En ese extraño estado de ánimo, se me ocurrió tomar la iniciativa con la idea de hacer el amor por última vez. Era mi forma de despedirme.
Cuando sintió que me acercaba a él, se desconcertó, porque era lo último que esperaba. A esas alturas, nuestra relación era cordial aunque lejana. Me preguntó si estaba segura. Le dije que sí, que después del divorcio no sabía cuándo más iba a estar con una pareja, así que sí, quería hacerlo. Y, así, lo hicimos.
Puedo decir con toda franqueza que ese fue mi último acto de amor hacia él. A la mañana siguiente se levantó, terminó de arreglar sus cosas, me dio un abrazo cariñoso, un beso en la frente y se fue.
SE NON TI VEDO PIU, FELICE MORTE (si no te veo más, feliz muerte)
Después de esa noche no volví a verlo más. Nunca llamó a sus hijos para sus cumpleaños ni tampoco para Navidad. Nos comunicábamos por correo electrónico o por mensajes por el celular, y nada más.
Federico se estableció en Modena, que queda a una hora en auto desde Bolognia. Progresó en su carrera dentro de la empresa, lo cual no me sorprendió porque era un tipo muy inteligente y trabajador. Se casó por tercera vez con una ragazza veinte años menor. No tuvo hijos porque se hizo la vasectomía antes (a recomendación mía).
Una vez mi hijo menor fue a su casa porque su equipo de fútbol de colegio tenía un partido en Modena y aprovechó de visitarlo. Le reclamó no haber estado presente y no buscar alguna relación con ellos, sus hijos. A pesar de ese reclamo, Federico no cambió sus hábitos y siguió sin comunicarse. Con el mayor tuvo un incidente parecido, gracias a lo cual mi hijo decidió borrarlo de su mapa emocional.
Tres años después de separarnos Federico tuvo un percance médico: le diagnosticaron un tumor en el pulmón derecho, el cual resultó benigno. Dos años después volvió la enfermedad, pero esta vez el tumor sí era maligno. Entró a la sala de operaciones y no salió de ahí con vida. Tenía cincuenta y dos años.
Debo decir que me sentí un poco culpable de su muerte. Sucede que desde nos separamos, y como nunca más lo vi ni hablé con él, bromeaba con mis amigas diciéndoles que no estaba divorciada sino que era una viuda, porque el tipo estaba tan silencioso como un muerto. Creo que lo repetí demasiadas veces y lo que dije se convirtió en realidad.
Cuando fuimos al velorio, los tres estábamos calmados y tranquilos. Nos encontramos allí con los hermanos mayores de mis hijos, quienes estaban, extrañamente, muy afectados con el fallecimiento de Federico. Lo que había sucedido, nos enteramos después, es que Victoria les había pintado la imagen del padre muy querido, que se preocupaba por ellos y les enviaba dinero y regalos, pero no los podía visitar. En realidad, era su mamá quien se hizo pasar por su papá durante años, así el trauma de los chicos se reducía muchísimo. En ese velorio, al final, parecía que estábamos despidiéndonos de dos personas completamente diferentes.
En el auto, de vuelta a casa, mi hijo mayor me preguntó, en tono burlesco: “A ver, mamá, dime la verdad. Aunque papá era complicado, la has pasado bien con él, ¿no?” Creo que me ruboricé, acordándome de todo lo que habíamos hecho juntos. Obviamente, el muchacho solo oyó un gruñido mío como respuesta, no le iba a dar el gusto de decirle que sí.
Llegamos a casa en silencio y ahí supimos que, desde ese momento, nuestras vidas tendrían un toque diferente.
La maceta con las flores lilas que me regaló Agnetina en esa estación de metro en Turín, muchos años atrás, sigue conmigo. No sé si los pétalos alguna vez perdieron brillo, pero sí puedo asegurar que, ahora, es una planta llena de vida y de color.
FIN
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Redacción y edición: Marcos Grisi Reyes Ortiz.
Fotografía de portada: Alejandro Loayza Grisi
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Excelente historia,se puede decir que es muy real Un relato muy vívido lleno de emoción, sinceridad, nos muestra que lo mejor de la vida es aprender a sobrellevarla en las diferentes etapas que nos toque vivir.
Gracias por compartir y al mismo tiempo felicitarle por esos dotes que tiene , para relatar y plasmar ,haciendo que el lector disfrute de la lectura.
Cómo siempre Marquitos, super interesante, ya la había recibido en mi email, tiempo atrás. Disfruto mucho de tus narraciones
Muy buena, me gusto la forma simple de narrar la historia y a su vez entretenida.
Muy ilustrativo,para no cometer algunos errores,yo al ver la situación con la amiga ya hubiera desconfiado.En cuento al episodio de los cintos y lo que le dijo,excelente!!
Me gustó muchísimo la historia. Cómo hago para seguir recibiéndolo? Gracias
Un relato muy duro y ojalá que alguien que lo necesita leer lo pueda hacer y tomar sus propias decisiones. Gracias a Antonella por haber compartido su experiencia y la felicito por dar fin a esa relación abusadora de parte de su pareja.