Al clásico cuento de Antoine de Saint-Exupéry, El Principito, le vendría muy bien añadir un capítulo sobre el encuentro con un político.
En este capítulo, el Principito llega a un planeta chiquito, muy chiquito, en el cual había un hombre parado frente a una testera, mirándo su reflejo en un espejo de mano. Tenía el aire muy serio, como preocupado.
“¿Qué hace usted?”, preguntó el Principito. “¿Por qué está tan serio?”
El hombre le respondió, sin dejarse de mirar: “Soy político y odio los espejos.”
“¿Por qué?”, dijo el principito.
“Es que no aguanto la cara del píllo que me mira. No sé cómo no se le cae la cara de vergüenza”.
“No entiendo», le interrumpió el Principito, «pero no es usted mismo el que se esta mirando?”
“Claro que si,” respondió el político, con impaciencia, “pero yo trato todo el tiempo de pasar por santo varón, que no se noten las trampas que hice para llegar a donde estoy, y el espejo, el maldito espejo, nada, no me hace caso, me sigue castigando con su reflejo.”
El hombre estaba tan ensimismado con sus pensamientos, que siguió hablando sin parar. Era él y él nomás.
“Pero hay algo que sí tengo que reconocer”, dijo el político, solemnemente, levantando la barbilla y girando la cabeza a un lado y al otro, como mirando su perfil en el reflejo. “Este espejo tiene una falla y me encanta.”
“¿Una falla?” preguntó el Principito, “¿Cuál podría ser?”
“¡Pues que el espejo no tiene doble fondo! Yo sí tengo doble fondo. Tengo dobles promesas, dobles discursos, personalidades múltiples dependiendo de la ocasión, ¡y este aparatejo no lo refleja! Me encanta, debería nombrar a su inventor como mi secretario personal.”
“Dígame,” dijo el Principito. “¿Todos los políticos son así? ¿Cuando se miran en un espejo de mano, piensan lo mismo que usted?”
“Mmm, no sé” dijo el político. “Yo conozco un colega que no tiene un espejo de mano, sino uno de cuerpo entero, supongo para mirar si realmente tiene una cola de paja que no le moleste la figura”.
Sin más, el político paró de hablar y siguió miraándo su espejo, sonriendo a la fuerza, haciendo gestos como saludando al público y dando discursos como si tuviera al frente cámaras de televisión y una docena de periodistas.
El Principito quiso preguntar más, pero el político ya no le estaba prestando ninguna atención, estaba él solo, inmerso en su circo diario.
“Que extrañas son las personas mayores,” pensó el Principito, y con mucha pena se alejó volando, pensando en los políticos y en su reflejo sin reflejo.