Mi abuela era negra, descendiente de los esclavos que llegaron a Bolivia y que solo viven en la parte de los Yungas. Se casó con mi abuelo, quien era blanco. Su primera hija nació blanca como mi abuelo y fue muy bien recibida por él.
Pero cuando nació mi papá, su segundo hijo, vieron que era mulato, por la herencia de mi abuela. Mi abuelo nunca lo reconoció, lo maltrataba y humillaba. Es por eso que mi papá no llegó a tener el apellido de mi abuelo, sino el apellido de mi abuela, que es Soria.
Años después, mi mamá y mi papá se conocieron en los Yungas, pero fueron a vivir a La Paz, donde yo nací el 3 de agosto de 1950. Seis meses después de mi nacimiento me quedé huérfana de mamá.
Por lo que me contaron, ella salió a bailar llamerada por la zona del cementerio y parece que se cansó mucho. Cuando llegó a casa seguramente se sacó la ropa, la botó, tal vez se quedó dormida sin abrigarse y ahí agarró un resfriado que no se curó. A los tres días le vino una neumonía que, al final, provocó su muerte. Por eso es que yo no tuve hermanas, me crie sola.
Después de que ella murió, me quedé a cargo de mi papá. Pero él era una persona muy irresponsable, me llevaba de un lado a otro lado, sin cuidarme. Un día me dejó abandonada en una casa, donde había hartos inquilinos y los inquilinos se hacían cargo de mí, uno tras otro y así yo dormía en cuartos diferentes. Eso fue así hasta que la dueña de casa dijo: “pobre chiquita, la vamos a criar, porque debe estar sufriendo, cómo va a estar así abandonada”.
A esa señora que se hizo cargo de mí la conocí como “mamá”, porque yo no sabía que no tenía madre. En la casa también había otras niñas, pero a veces me maltrataban. La hija de la señora, por ejemplo, me pegaba y los chicos me hacían bailar a la fuerza con chicote, sufría mucho ahí.
Y así pasó el tiempo, ella me fue criando y me puso en la escuela. Un día escuchamos en la radio la noticia de que el tren que venía a La Paz se había descarrilado y, en la lista de heridos, estaba el nombre de mi papá, eso es lo que yo escuché. “Seguro a la chica se la está viniendo a llevar”, dijo. Pero como yo era niña y no entendí mucho, no le di importancia.
A los cuatro días un señor alto tocó la puerta. Le pregunté: “Sí, señor, ¿a quién busca?”. Me respondió:
— ¿Está la señora Mercedes?”
— “No, no está, ha salido”.
— “Ah ya, dígale que voy a volver más tarde”.
Entonces cuando llegó mi mamá, le conté eso, de que vino un señor a buscarla y que era alto y tenía pantalones, camisa y saco. Nadie sabía de quién se trataba.
Pasaron unos días y vino este señor otra vez. Se encontró con mi mamá que luego dijo: “Ayyy, este negro ha venido a recoger a la Lidia”. Ahí me dijeron que ese señor era mi papá. Como era niña, me emocioné mucho, me trajo juguetes, regalos, ahí me prendí pues a mi papá.
MI PAPÁ Y MI MADRASTRA
Así fue que mi papá me recogió. Él estaba con una mujer cochabambina que después fue mi madrastra. Esta señora se portaba muy cariñosa conmigo, me decía toda buenita: “Sí, hijita, wuawitay”, como hablan allá en Cochabamba. Mi mamá le encargó a mi papá que no me haga sufrir. Yo ya estaba en primer curso de primaria, tenía unos siete años y le pidió que no dejara la escuela.
En fin, me llevaron a Oruro y allí empezó mi martirio. Mi madrastra empezó a pegarme, luego cada rato lo hacía y no me pusieron en la escuela. De ahí me llevaron a Cochabamba, donde estuvimos un mes. Y después me trajeron aquí a Santa Cruz, donde mi madrastra continuó pegándome, todavía más seguido.
Como mi papá era pastelero (lo conocían como el negro pastelero), me enviaban a mí a vender al mercado los pasteles que él hacía. Los ofrecía por el mercado viejo, que quedaba en la calle Florida y Libertad, cerca de la plaza principal. Todo era arena todavía, había bueyes, todo eso he conocido.
Mi madrastra no podía tener hijos, era estéril y —como yo no tenía hermanos—, era entonces la única que podía ayudar a vender. Creo que su rabia conmigo era porque ella no podía tener hijos propios. Así que me maltrataba en todas las formas.
Un día pasó que me robaron la plata que había vendido y yo lo que hice fue ir a la policía porque, como trabajaba por esa zona, se me ocurrió que eso era lo que tenía que hacer. El agente de policía que me atendió me llevó a la casa, donde mi papá y mi madrastra me esperaban. Les explicó que me habían robado la plata, que no era mi culpa y que no me maltraten.
Apenas se fue el policía, mi madrastra empezó a pegarme y me dijo cosas muy feas. Me dijo por ejemplo que seguro que el policía era algo de mí. Yo no entendía qué era lo que quería decir, era chiquita y no conocía de esas cosas.
Bueno, pasó el tiempo y un día de esos salí de la casa donde vivíamos y ahí mismo una chiquita cambita —que era mi vecina por la zona del monumento a Cañoto, por la actual avenida Landívar—, me pegó sin motivo. Entonces me defendí y le pegué de vuelta. El dueño de casa me dijo que cuando llegue mi mamá se iba a enojar y me iba a matar.
Yo le tenía miedo a mi madrastra, mucho miedo. Mi papá nunca decía nada, porque ella me pegaba cuando él no estaba. Entonces entré a mi cuarto, saqué unas dos mudaditas de ropa y decidí irme a Cochabamba, para de ahí partir a La Paz, donde mi primera mamá. Tendría unos diez años.
ME VENDIERON
Para ir a Cochabamba, yo sabía que tenía que cruzar el río Piraí, así que me fui caminando hasta allá por lo que ahora es la avenida Roca y Coronado, que en ese entonces se llamaba avenida La Madre. En realidad, no era una avenida, sino más bien como una senda que daba al río. Pensé que Cochabamba era ahí cerquita, que podía llegar a pie.
Caminé entonces hasta el río Piraí. Yo digo que Diosito nunca me ha abandonado, parece que siempre ha estado cuidándome. Había una señora por ahí caminando que me vio y me dijo: “Hijita, ¿para dónde vas?” y yo le contesté que estaba yendo a Cochabamba. La señora se rio y me dijo que Cochabamba quedaba lejos, que me iba a perder. Entonces la señora buena me llevó a su casa.
La casa de ella era en realidad un pahuichito de motacú [N. del E.: una choza de hoja de palmera] donde me cuidó por tres meses. No sé si mi papá me buscó en esos tres meses, no sé.
De ahí parece que la señora ya no pudo tenerme más y me pasó adonde otra señora cambita que tenía hartos hijos. Con ella aprendí a comer lagarto y a comer tarumá, que es como el guapurú, un fruto negro.
La señora lavaba ropa para un señor que era el jefe de toda esa zona, de una familia muy conocida en Santa Cruz. Ella me dijo que me tenía que llevar a otro lugar porque ella tampoco podía tenerme allí en su casa.
Entonces me llevó a la casa grande, me presentó a la dueña de casa quien le pagó 50 bolivianos por tenerme a mí, como comprándome. Por eso siempre digo que a mí me han vendido. En ese entonces yo no le daba mucha importancia a esas cosas porque era niña todavía, después me he dado cuenta de lo que me pasó.
Esa señora me tuvo en su casa y hasta me cambió de apellido, para asegurarme en la caja de salud. Tenía sus hijitos. Le tengo mucho agradecimiento porque me recibió y me cuidó. Pero no tengo buenos recuerdos de su esposo, porque era muy bruto y muy malo. Parece que estuve tres años ahí.
DE VUELTA CON MI PAPÁ
Un día me mandaron al mercado Siete Calles a comprar y ahí fue que vi a mi papá, vendiendo sus masitas. Habían pasado ya unos tres o cuatro años desde que me fui. Me asomé y le dije: “Cómo está, papá” y él me miró y me dijo: “vos no eres mi hija, vos te has escapado”. Yo le dije: “Papi, sácame de esa casa, ya no quiero estar allá”, tanto me alegré de ver a mi papá. “Sáqueme de ahí y mándeme a La Paz donde mi madre”, eso le dije. Y me dijo que no, que me quede donde estoy, que a ese lugar me había escapado. Pero yo le rogué, casi me he arrodillado.
Entonces mi papá, ya después de hablar con mi madrastra, me recogió nomás de donde la señora. La señora no me quería largar porque me decía que iba a ir a sufrir. Entonces yo le dije que sí quería irme, como sea, pero quería irme. Entonces ella me preparó una maletita con unas ropas y unas muñecas. Y así me recogieron.
Mientras estábamos en Santa Cruz, mi papá vendía sus masitas en El Arenal en las mañanas y también en la plaza principal, por la librería La Juventud, en las tardes.
EN COCHABAMBA
A los meses de volver donde mi papá, nos fuimos todos a Cochabamba. Yo estaba feliz, me sentía más cerca de La Paz. Mi madrastra otra vez empezó con sus cosas, a pegarme. Yo ayudaba a vender pero, aun así, al final ella me botó de la casa otra vez. Me dijo que si no me salía me iba a matar. La dueña de casa me aconsejó que me vaya nomás, porque mi madrastra era capaz de hacer eso.
Entonces, la dueña de casa me ofreció que vaya donde su nuera, que era brasilera y que necesitaba una empleada. Así que me fui allá y estuve bien. La brasilera era muy buena conmigo, me daba buena comida, tenía mi ropa, todo tenía ahí. También me enviaba al doctor. Pero no me pusieron al colegio, que era lo que yo tanto quería.
Un día la señora brasilera me dijo que se estaba volviendo al Brasil y que quería llevarme con ellos allá. Me ofreció educación y mandarme al colegio. Pero había que pedir permiso a mi papá para el viaje, porque yo era menor de edad.
Cuando llevé a mi papá para que hable con la señora, ella le dijo que me iba a dar todo lo que yo necesitase, porque allá había más oportunidades. Mi papá lo único que le dijo fue: “¡Mi hija tiene que estar donde yo esté, aun cuando sea comiendo tierra!”. ¡Mire eso! Hasta ahora me acuerdo de esas palabras que usó mi papá.
Entonces, la señora se desanimó y pensó que por ahí mi papá hasta la podía demandar y meter juicio si me llevaba. Así que me dejó nomás, me dio mucha pena porque era muy buena conmigo.
OTRO TRABAJO, OTRA SEÑORA
Después de que se fue la señora brasilera, me quedé otra vez en el aire. Mi papá no se quería hacer cargo de mí, ni mi madrastra. Así que me fui donde una señora que conocía, que era la que vendía desayuno en el mercado. Al final vino mi papá y me dijo: “Te vas a venir a la casa, vas a estar donde nosotros, vamos a vender así…”. Yo obediente me fui con él. Y otra vez se repitió lo mismo, mi papá hacía sus pasteles, se iba a vender y yo me quedaba otra vez donde mi madrastra, que me maltrataba.
Un día mi madrastra disimuladamente me dijo: “Hija, andá a vender estas cosas”, entonces yo salí y al volver, vi mi ropa botada en la esquina de la calle, fuera de mi casa. Entré y pregunté qué había pasado, por qué mi ropa estaba ahí en la calle. Y me respondió: “Te vas a ir de aquí, ya no quiero tenerte aquí, el plato de comida que vos comes me hace falta”.
Me tuve que salir, antes de que me maltrate más o me pegue. Me fui donde una señora que vendía pasankallas (pororó se llama en Santa Cruz) y le pregunté si necesitaba ayuda. Le conté que mi madrastra me había botado. “Ya, hijita, vení, me vas a ayudar”. Entonces me puse a embolsar pasankallas. De ahí me preguntó si no quería trabajar, yo le dije que sí y me llevó donde una señora que necesitaba empleada, por la calle Esteban Arze, en Cochabamba.
Entonces me fui ahí y resulta que la señora era soltera y vivía con su hermano. Como se sabe, en Cochabamba no hay agua, apenas un hilito sale del grifo. Uno de mis trabajos era hacer cola para agarrar baldes de agua y llevarlos a la casa. Un día bajé y cuando llegué a la cola, estaba larguísima. Me tuve que quedar harto rato esperando, hasta que me tocó recibir el agua y así me subí con el agua.
Cuando llegué, la señora me agarró y me sopapeó. Me gritó diciéndome: “¡Cómo hasta esta hora vas a tardar tanto…!” y me seguía dando sopapos. Entonces yo la miré y le dije que me pague mi sueldo y que me iba a ir, porque yo no estoy acostumbrada a que me sopapeen. La señora me rogó, me pidió que me quede, que me iba a mejorar la paga, pero no, yo ya estaba decidida. Pensé que si esa señora ya me había tocado una vez, en otra me iba a volver a pegar. Así que me retiré nomás.
VIAJE A LA PAZ EN CAMIÓN
No sabía qué hacer. Pero lo pensé, agarré mis cositas y me fui directo a la calle Aroma, esa avenida donde llegan las flotas de otros lados del país. Me paré ahí y vi que había camiones que iban a La Paz. Me acerqué a un camión y le dije al chofer “¿Será que usted me puede llevar hasta La Paz? Mi mamá está mal…”, tuve que mentir para que me lleve. Entonces me dijo que no me podía llevar, porque los de la policía me iban a bajar porque era menor de edad y le iban a hacer lío a él.
Encima del camión había unas señoras de pollera que empezaron a reclamar al chofer, diciéndole: “que venga la chiquita, por ahí su mamá está mal”. El chofer al final cedió y yo subí a la parte de atrás del camión. Las señoras me dijeron: “cuando estemos llegando a Supicollo y se suban los policías a revisar, te vamos a tapar, no te vas a mover”. “Bueno”, les dije.
Entonces, justo, cuando ya estábamos llegando a Supicollo, las señoras me taparon con sus polleras y con la lona. Los policías subieron, caminaron sobre mí, pero yo era quietita, inmóvil, no emití ningún sonido. Como no encontraron nada, los policías se bajaron y dejaron que el camión siga su viaje. Entonces las señoras me destaparon y me dieron de comer. Yo tenía unos trece años.
OTRA VEZ EN LA CASA DE MI MAMÁ EN LA PAZ
Cuando llegamos a La Paz, no podía orientarme a qué lado era la casa de mi primera mamá. Me acordaba del mercadito que había por la Av. Buenos Aires, del mercado Uruguay, la Tumusla y todo eso. En ese mercadito vendíamos salteñas, mi mamá vendía en una esquina y yo, al frente, con una caja chiquita.
Entonces bajé por las calles, hasta que encontré el mercado, pasé por la ferretería y llegué al callejón donde vivíamos. Subí rápido por el callejón y hasta la casa. Golpeé fuerte la puerta. Mi mamá estaba durmiendo todavía. “¿Quién es?” dijo de adentro. “¡Yo, la Lidia!” le respondí. “¿Cuál Lidia?” me preguntó. “¡La hija del negro pastelero!” le respondí. Entonces sentí que mi mamá se levantó rápido, abrió la puerta y se abalanzó sobre mí.
Lloró mucho y yo también lloré. Me habían dado por muerta, le habían dicho a mi mamá que yo había muerto en el monte. Claro, como me fui al río yéndome a Cochabamba, habían pensado que me había entrado al monte y que no salí más. Mi mamá había puesto velitas, hasta había encargado misa. Decía: “pobre chiquita, lo que se la ha llevado este negro, este tal por cual… !” Así me recibió mi mamá, lloró, nos hemos amargado harto esa vez.
En esa época, cuando llegué a La Paz, estaban justo empezando las inscripciones para las escuelas. Entonces mi mamá le dijo a su esposo (a quien yo le decía tío): “Víctor, andá a inscribir a la chica a la escuela si no, no la van a recibir”. Entonces mi tío me llevó y me inscribieron.
Me hicieron repetir primero de primaria, aunque yo ya tenía trece años. Las otras alumnas de mi curso tenían ocho años y se burlaban, me decían: “¡tan grandota…!” Yo era excelente alumna, me sacaba las notas más altas. Cuando salía la profesora, me ponía a mí como encargada del curso, pero me costaba porque los chicos se portaban mal conmigo, a veces yo también reaccionaba y les daba a ellos también. Así pasaron dos años, en los que hice primero y segundo de primaria.
Cuando tenía que entrar a tercero, mi mamá ya no quiso ponerme en la escuela porque ya había cumplido quince años, ya estaba desarrollada. Me dijo que tenía que trabajar, porque ya estaba grande y necesitaba vestirme y ganar mi platita. A mí me dolió un poco eso, pensaba que debía seguir estudiando porque era tan buena alumna.
Así que mi mamá me sacó de la escuela y me puso a trabajar donde una señora alemana, que era muy buena. Empecé a trabajar como niñera. Hubo algunos problemas, la señora tenía sus cositas y la cocinera y yo sufríamos. Así pasaban los días, hasta que un día no aguanté más y se me entró la idea de salir del trabajo e irme de vuelta a Cochabamba. No quise avisar nada a mi mamá porque me iba a reñir, así que me salí del trabajo calladita, agarré la flota y me fui a Cochabamba.
DE VUELTA A COCHABAMBA
Cuando llegué, pensé en ir donde mi papá. Yo ya estaba más jovencita y creía que iba a estar bien allá. Entonces llegué a su casa y me recibieron bien. Ya eran tres años desde que no los veía. Ya estando ahí, les ayudaba, como antes.
Un día que fuimos al mercado 25 de Mayo a hacer compras, se acercó una señora para ofrecerme trabajo. Me separé de mi papá para ver de qué se trataba. Era una casa por la calle España. Me ofrecieron un sueldo y me dijeron que era para cocinar, yo les dije que no sabía cocinar, pero me insistieron diciéndome que me iban a enseñar. Al final decidí aceptar el trabajo.
Cuando volví a la casa de mi papá y le dije que iba a entrar a trabajar, él me reclamó bien fuerte. Me dijo que yo no quería estar con él, que prefería estar sirviendo a la gente. Yo le contesté que con eso iba a ganarme mi sueldito para vestirme y para mis gastos. Pero él no me quiso entender, así que igual recogí mis cosas y me fui donde la señora.
Resulta que esa señora había sido profesora de kinder. Me enseñó todas las cosas que tenía que hacer, como planchar, hacer la comida y todo lo demás. Me quedé dos años con esa señora y estaba contenta porque ella me trataba bien. Le dije que quería ingresar a la escuela, al nocturno y me dijo que sí. Entonces entré al curso y lo pasé y, al año siguiente, me tocó entrar a otra escuela que se llama Josefina Goitia, en el turno de la noche. Ahí fue donde conocí al papá de mi hija y fue el inicio de mi caída.
EL PAPÁ DE MI HIJA MAYOR
En esa escuela conocí al padre de mi hija mayor. Yo tenía diecisiete años y él dieciocho, los dos éramos estudiantes. La señora, mi jefa, que era tan buena, me decía: “Ten cuidado con ese chico, que te va a dejar”. Pero, como dicen, cuando uno es joven no escucha nada a nadie.
Entonces, pasó lo que no tenía que pasar. Me embaracé y el papá desapareció del mapa. Se fue por consejo de su madre, porque ella no me quería, decía que yo era una empleada y que él tenía que casarse con una señorita.
Cuando le conté a mi jefa, lloró mucho, me decía: “Pero, hijita, ¡cómo…! ¡Si te he dicho…!” Se le presentó un problema a ella, porque como había otra gente viviendo en su casa, no quería que se diga que yo me embaracé de alguien de ahí y me pidió que me retire. Le ha debido costar mucho tomar esa decisión, porque sé que me quería. En fin, tuve que salirme de esa casa, así como estaba.
DE VUELTA A LA PAZ, EMBARAZADA
Decidí volver a La Paz otra vez, pero ahora embarazada. Esta vez mi mamá me recibió muy enojada y me pegó ahí, me dio mi merecido. ¡Verdaderamente tenía razón, porque me fui a Cochabamba sin decirle nada y vuelvo embarazada y sin el papá!
Así y todo, me ayudó igual con mi embarazo. En esas circunstancias nació mi hija mayor, con sufrimiento, aguantando todo.
Era urgente encontrar un trabajo. Me fui de vuelta donde la alemana para preguntarle si tenía algo para mí, pero ahora ya tenía a mi hijita. Me retó la señora. “Para eso te has salido de la casa, tú debías estar aquí, hubieras estado bien, qué cosa te faltaba”, me dijo. Pero ella me recomendó para que vaya donde una amiga chilena, que era costurera. Y ahí trabajé bien con la señora, su esposo era muy bueno también, muy educado. Las chicas que vivían ahí eran hijas del señor, la señora chilena era su madrastra.
Había algunas cosas raras en esa casa. Resulta que la hija del señor tenía hartos amigos, era estudiante y un día llegó con una plantita, una macetita. Me pidió que la cuide, que su amiga se había ido a España y se la había dejado a ella. A esa planta nunca le crecían flores y más bien sus amigos arrancaban las hojas y se encerraban después en su cuarto.
No tardé en darme cuenta de que lo que me habían dado para que cuide era marihuana, la reconocí en la tele. Y me alarmé más porque mi hijita ya había aprendido a caminar y se iba por toda la casa, hasta al cuarto de la señorita se entraba. Así que me asusté y decidí retirarme antes de que la policía vaya y me lleve a mí también.
A la señora chilena no le quise dar la razón real de mi retiro, para no causarle problemas a su hija. Fui donde la señora alemana, para decirle que me había retirado de la casa de su amiga y tampoco le conté el porqué. Entonces esta señora alemana me tomó otra vez como su empleada y empecé a trabajar como niñera ahí.
La señora era muy buena, pero el que era malo ahí era el señor. Mi hijita estaba creciendo y ya chupaba naranja y tomaba su jugo. Pero este señor era bien tacaño, llegaba y contaba cuántas naranjas había, contaba cuántas papas había. Y hacía problema si había menos de las que había dejado. Nunca había visto yo eso. No me gustaba que el señor se tacañee tanto con la comida y que esté mirando qué cosa como yo y qué no como. Así que decidí salirme de ahí. Me dio pena la señora, que era muy buena conmigo.
Se me ocurrió retornar a Cochabamba con mi hijita que tenía ya tres años, pensando que ahí iba a encontrar al papá de mi hija, buscando una solución a mi situación. Pero no lo pude encontrar, me dijeron que se había ido a Santa Cruz.
EN SANTA CRUZ
Entonces, decidí irme a Santa Cruz. Allí pude ubicar al papá de mi hija, pero no pasó mucho, porque él ya estaba con otra vida. Después nuestros caminos se volvieron a cruzar, lo cual voy a contar más tarde.
En Santa Cruz estuve trabajando en diferentes casas, haciendo de cocinera, lavandera o limpieza, siempre llevando a mi hijita a todas partes. Una vez trabajé en una casa muy linda, que era un chalecito que quedaba justo en la esquina de la Av. San Martín y la calle Güemes, en Equipetrol, donde ahora está el edificio Tamarindo. Era una casa hermosa, lo más bonito que tenía el barrio en ese entonces.
Así estuve en diferentes trabajos. Un día una amiga me dijo que necesitaban una empleada en la calle 5 de Equipetrol, donde unos gringos. Yo tenía entonces veinticinco años y mi hijita unos siete años. El señor era inglés y la señora boliviana. Me ofrecieron un sueldo de 700 pesos, que era alto para mí. Era el año 1975.
Entonces, empecé a trabajar ahí como cocinera, aprendiendo las recetas que la señora me mostraba. Como sabía leer y escribir, podía aprender rápido. Iban hartos extranjeros a comer ahí, algunos ingleses, otros mexicanos. Ahí hacían sus reuniones. El señor había sido el jefe de obra del ingenio azucarero Unagro.
Un día la señora me dijo: “Lidia, vamos a ir a Minero a vivir, porque ahí está la obra, quisiera que vengas para que conozcas también”. La miré y le dije que no estaba acostumbrada a vivir en el campo. “Me va a dar pena allá, silencio debe ser”. Pero me insistió y al final los acompañé.
Cuando llegamos allá, vi las viviendas y eran bonitas, especialmente las destinadas a los jefes. Y había una piscina. Recuerdo que yo estaba caminando cerca de la piscina, cuando vi a un hombre ahí sentado, mirándome. No le tomé importancia.
Hicieron parrillada ese día y ahí estaba yo en medio de todos los gringos. Entonces el señor nos preguntó que cuándo nos íbamos a trasladar. Yo no quería ir porque todo era monte, cañaverales a los lados, me iba a dar pena ahí adentro. Así que le dije a la señora que no, que se busque nomás otra empleada, porque no voy a poder ir allá, además que la chiquita ya tenía que entrar a la escuela y no sabía dónde iba a ir.
La señora me dijo que había una escuela en el pueblito y que ellos se iban a encargar de llevar a la niña. También le iban a pedir al chofer que me lleve a la iglesia adventista el viernes para recogerme el sábado, como era en la ciudad. Me ofreció un aumento de sueldo y al final acepté.
Mi carácter entonces ya había cambiado, el mismo sufrimiento y la religión parece que me hicieron cambiar. Estaba ya más cuidadosa y menos impulsiva. Algo había aprendido.
CÓMO CONOCÍ A MI ESPOSO
Cuando me instalé en el cuarto de empleadas de la casa en Mineros, vimos que el espacio era muy chico para mí y para mi hija. Había que hacer un catre de dos pisos para que las dos pudiéramos dormir bien.
Entonces llamaron al carpintero para que haga otro catre. Era el mismo hombre que me miró el primer día que llegué allá. Se llamaba Zacarías. Él hacía todos los trabajos de carpintería del ingenio. Hay unas chimeneas enormes allá que todavía siguen en pie, fue una de las cosas que hizo.
Entonces este Zacarías empezó a coquetearme. Cada vez que me veía, me decía así: “Señorita, cómo está”. Y era muy atento conmigo. Poco a poco empezamos a salir juntos, a pasear. Él tenía treinta y cinco años, no se había casado antes, era soltero y bien serio. Cuando a veces sobraba comida en la casa grande, yo le guardaba una porción.
Un día, él fue donde mis jefes a pedirles mi mano, como si ellos fueran mis padres. Entonces el señor me preguntó a mí si yo estaba de acuerdo y dijo que me case nomás, que ya era mayor para decidir.
Un poco antes de casarme, el señor me dijo: “Lidia, por qué no nos entregas a la niña, nosotros vamos a hacerla estudiar, va a entrar al mismo colegio donde están mis hijos. Después nos vamos a ir a Canadá porque allá tenemos una obra grande. Si quieres no te cases, y vámonos allá. Vas a estar bien con nosotros”.
Querían llevarse a mi hijita para reconocerla como hija de ellos. Entonces yo le dije que no, que prefería criar a mi hija como pueda y aquí en Bolivia, así que ya no insistieron. Así pues, me casé, era el año 1976. El gringo y la señora fueron mis padrinos en la boda y el Sr. José, la mano derecha de mi jefe, fue el testigo. Mi esposo siguió trabajando ahí, pero yo tuve que dejar de trabajar porque me embaracé de mi segundo hijo. Mientras tanto, mi esposo reconoció a mi hija mayor como su propia hija.
La primera parte de mi convivencia con mi esposo tuvo muchos problemas. Él tenía un carácter muy feo, era peleón, renegón, hacía problemas cada vez. Yo quería separarme de él, parece que no nos íbamos a entender. Pero él no quería separarse.
MI PAPÁ REAPARECE
Un día me llegó la noticia de que hubo un incendio en una fábrica de cohetes en Cochabamba y me habían dicho que mi papá estaba ahí entre los fallecidos. Entonces yo fui rápido allá, hasta luto me hicieron poner.
No pude reconocer el cadáver, así que me volví a Santa Cruz, un poco confundida. Me acuerdo de que llegué a la ciudad el mismo día en el que se estrelló ese avión en el estadio. Cuando llegué a Minero, me enteré de que mi papá estaba vivo y que había ido a buscarme. Nos habíamos cruzado en el camino. Mientras yo iba a Cochabamba a ver cómo estaba, él fue a Santa Cruz a visitarme.
En realidad él fue a buscarme después de que se enteró (erróneamente) que me había casado con un ingeniero. A mí me dolió un poquito que mi papá haya llegado así, me dio rabia, porque nunca se preocupó de mí. Ahora que estaba casada, recién mi papá aparecía.
Mi esposo lo recibió en casa y parece que se llevaron bien. Empezaron a tomar y ahí fue que mi papá le dijo a mi esposo que seguramente yo había ido a Cochabamba no para buscarlo a él, sino a encontrarme con alguien. Así que apenas llegué, mi esposo me reclamó bien fuerte, porque era muy celoso y me pegó, y yo me defendí. Peleamos harto ahí y mi papá durmiendo como si nada en el otro cuarto, no fue capaz de salir a defenderme, esa fue mi rabia.
Al otro día partí al ingenio y fui a contarles a mis padrinos lo que pasó, porque yo tenía moretes por todo lado. Mi padrino se enojó mucho y me dijo que debía botar a mi papá ese rato, porque un papá no puede venir a hacer problemas así. Después llamó a mi esposo y lo trató feo, le dijo: “¡¡Cómo le vas a pegar a tu mujer, cómo vas a hacer eso!!”.
Así que boté a mi papá de mi casa. Me dolió harto que mi papá, que no se hizo cargo de mí y que ni me puso en la escuela, venga después cuando yo ya estaba en un lugar estable, para todavía hacerme esos problemas con mi marido. Cómo es la vida, esa fue la última vez que lo vi.
A mi esposo le dije que lo mejor era que nos separemos porque así no quería vivir, que yo ya había sufrido mucho en la vida para seguir sufriendo con él. Entonces mi esposo me dijo que no, que iba a cambiar, que nunca más iba a volver a pasar. Le dije que debía tener confianza en mí. Al final hemos seguido juntos, con los problemas normales de un matrimonio, pero juntos.
A LA PAZ PARA TRABAJAR
Cuando ya se estaba terminando la obra del ingenio, le ofrecieron a mi esposo que se quede a trabajar, pero en la fábrica. Él no quiso porque era muy poco el sueldo. Entonces mi padrino le dijo que en La Paz estaban haciendo el hotel Sheraton, que ahí iba a haber trabajo porque él era el jefe de la obra.
Entonces los dos pensamos que podía ser una buena opción, que el padrino estaría en La Paz y que el trabajo era seguro, así que nos fuimos allá. Cuando llegamos, vimos que él no había estado como jefe sino como un ingeniero más, así que no tenía tanto poder. Por otro lado, el lugar donde nos alojamos no era muy bueno, mucho hemos sufrido por el agua allá.
Mi esposo trabajó unos días en el hotel, pero no se sentía bien, así que se retiró de la obra y se fue a trabajar con un tío de él que también era carpintero. Hicieron arreglos en varias casas. Estuvimos así tres meses en La Paz. Después mi esposo dijo que ese no era el sitio para nosotros, así que nos volvimos a Santa Cruz. En ese entonces mi hija mayor tenía diez años y mi segundo hijo era bebito todavía. De ahí me quedé embarazada de mi tercera hija.
DE VUELTA EN SANTA CRUZ
Así que nos volvimos a Santa Cruz, pero no sabíamos dónde ir a vivir. Encontramos un trabajo en una granja de pollos. Mi esposo entró como carpintero, y yo como ayudante de cocina de la señora que hacía la comida para los trabajadores. Pero nos salimos al poco tiempo, porque había mucha hediondera ahí por los pollos y nuestros hijos se podían enfermar.
Nos fuimos a Minero para hablar con don José, que era la mano derecha de mi padrino en Unagro, para preguntarle sobre un lote que él tenía detrás del colegio Alemán y si nos podía dar unos cuartitos que había ahí. Él y su esposa aceptaron y así nos dieron un lugar donde vivir. Ese lote estaba justo donde ahora hay una tienda, frente a la salida de la puerta de secundaria del colegio, sobre la Enrique Finot. Era un lote con alambradito y era todo de greda y barro negro. Era el año 1978.
Nos trasladamos y mi esposo empezó a buscar trabajo. Como él ya había estado en Santa Cruz, tenía amigos, así que empezó a trabajar en los bancos, siempre como carpintero. No nos hacía faltar para la comida y los gastos. A veces también yo lo ayudaba a barnizar y a lijar. Un día le dije que podía salir a vender asadito en la calle, porque ahí por la zona había tres colegios: el Alemán, el Santo Domingo y el colegio Rooster (los últimos dos fiscales).
Mi marido aceptó la idea y así me fui a vender asadito en la tarde, ahí en la esquina de la Av. San Martín y Güemes. Venían a comer los chicos de los tres colegios, hasta del Alemán venían los que tenían clases en la tarde. A mi hija la enviaba a vender en la esquina hasta que yo hacía la comida. “Ya, mami”, me decía, y así ella vendía.
EL PUESTO DE PASTILLERA (DULCERA)
Al frente de donde yo vendía, en la otra esquina, había una señora que tenía un puesto fijo y vendía pastillas (dulces). Nos dimos cuenta de que esa señora no salió a vender unos tres o cuatro meses y el hijo de don José, que se llamaba Martín, que también vivía en el lote donde nosotros estábamos, me animó a ocupar ese lugar de venta antes que vengan otros.
Yo no sabía vender pastillas. Entonces le dije a mi marido y él se animó también. A los días reunió una platita para que compre las pastillas, pero le pedí que él vaya porque yo no tengo suerte con los negocios. Así que compró todas las cajitas y me fui a esa esquina. Al poco tiempo vino un joven a ofrecerme una conservadora para que venda refrescos y me animé también, la compré y la pagué poco a poco, a plazos.
De ahí ya me acostumbré y me quedé ahí vendiendo. Y aquí viene una anécdota. Resulta que un día un chico del colegio Alemán vino, me dejó una guitarra y me dijo: “te voy a dejar mi guitarra y después voy a volver a recogerla”. Yo le dije que no porque ya me iba a ir. Al final le acepté y esperé a que vuelva el chico y no lo hizo.
Al día siguiente lo mismo, llevé la guitarra a la venta y tampoco fue el chico. Y así muchos días, hasta que al final dejé la guitarra en la casa. ¡Y la guitarra la tengo hasta ahora! Esto fue el año 1980 y el pelado ha debido tener unos doce años. A veces vienen mis nietos a la casa y me piden que les preste la guitarra para sus clases, pero yo les digo siempre que no, que esa guitarra no sale de aquí porque es un recuerdo.
En esa época nacieron mis otros hijos. Al final tuve seis hijos, mi hija mayor y los otros cinco de mi matrimonio.
LOS VENDEDORES AMBULANTES
Yo tenía mi puesto un poquito alejado del colegio. Vi que había vendedoras ambulantes que vendían más que yo y que estaban pegadas a la puerta de salida. Yo estaba afiliada a la Asociación de Pastilleros y tenía más derecho que ellas. Hasta que, una vez, una de estas vendedoras ambulantes, una señora ya mayor que se llamaba Justina, se asomó y me dijo: “Doña Lidia, vos eres socia y afiliada y estás pagando a la asociación, por qué no te apegas al colegio, tienes más derecho que las otras”. Por esa señora es que estoy yo allí.
Yo estaba con miedo de que nos molesten y nos boten, pero la señora me dijo que ahí estaban vendiendo bien y nadie las molestaba. Entonces me animé. Puse en la canasta más cositas y me fui a la salida. Eso ha debido ser por el año 1982.
También ayudé a una de las vendedoras ambulantes a entrar a la Asociación de Pastilleros. Ella tenía seis hijos, como yo, y estaban bien necesitados. Nos hicimos amigas con el tiempo y a veces hasta comprábamos productos a medias para revenderlos. Al principio la lluvia nos hacía tronar porque no nos permitían sombrillas, nos mojábamos, las dos sopitas ahí. Así hemos empezado. Poco a poco nos hemos ido apartando por diferencias de opinión. Ella y sus hijos tienen el otro puesto de venta que está afuera del colegio.
EL TURBIÓN DEL 83
Cuando vino la inundación del 83, recuerdo que estábamos en nuestros cuartitos en el lote detrás del colegio. Mi marido, justo cuando salía de la casa para ir al centro, a las ocho de la mañana, vio venir agua de la plazuela, oscura como chocolate, pero una hilacha todavía. Entonces miró con más cuidado y vio que algo fuerte se venía haciendo harto ruido. Ya había avisos de que se venía el turbión, pero no sabíamos que iba a venir por este lado de la ciudad.
Corrió rápido de vuelta a casa para sacarnos. Cuando nos dimos cuenta, el agua ya estaba hasta las rodillas. Me puse en conflicto un rato porque no sabía a cuál de mis hijos iba a alzar, porque todos eran chiquitos. Mientras tanto el agua empujaba fuerte. No nos dio tiempo de sacar nada de ahí. A lado de nuestro terreno había una casa de dos pisos de un señor Castedo, él nos ayudó con su camioneta para que entremos ahí. Estuvimos en el segundo piso hasta que todo pasó.
Después del turbión mi esposo fue a la avenida San Martín a ver cómo estaba todo y dice que había refrigeradores, cocinas, garrafas, muebles, todo lo que la corriente había arrastrado. El destrozo era grande.
A los días veíamos a la gente que pasaba y pasaba con calaminas y material de construcción. Me dijeron que estaban repartiendo lotes allá en el Plan 3000, para los que sufrieron por las inundaciones. Le dije a mi esposo que a nosotros nos había perjudicado el turbión, que por qué no nos íbamos allá también. Me dijo que no, porque en ese Plan 3000 no había agua ni luz, no había nada, que la gente tomaba agua de la noria y los niños se enfermaban y se morían. Él prefirió seguir ahí nomás, juntos y con las guaguas sanas y vivas.
BUSCANDO UN LOTE PROPIO
Hemos vivido en ese lote de la Enrique Finot alrededor de ocho años. De ahí nos pidieron que nos vayamos, a la fuerza nos tuvimos que ir. Empezamos a buscar, pero nadie nos quería alquilar con tantos chicos. Cuando nos preguntaban cuántos niños teníamos, nos cerraban la puerta. Ni en anticrético, nada.
Pero se presentó una oportunidad con un señor que conocíamos y que quería ayudarnos. Este señor tenía unos lotes alejados y nos ofreció que vayamos allá a cuidarlos, sin pagar nada de alquiler, pero teníamos que hacer nosotros nuestros cuartitos con lo que pudiéramos. La condición era que, mientras tanto, ahorremos para comprar un lote propio en alguna parte de la ciudad.
Ese terreno que nos prestó era puro pozo. Así que nos hemos prestado basura del colegio Alemán y todo eso vaciamos en ese terreno, así hemos rellenado. Después, hemos hecho crecer pastito. Se hizo bonito el lote. Y poco a poco nos construimos cuartitos.
Al cabo de un año ya habíamos comprado un lote aquí, en el Plan 3000, donde está mi casa ahora. Le estoy muy agradecida al señor que nos dio el terreno para cuidar, al final nos hemos quedado cuatro años allí. Sin su ayuda no habríamos podido juntar la plata para comprar nuestro terreno. Mientras tanto, yo seguía vendiendo en el colegio y con eso hemos mantenido a nuestros hijos.
Esta casa donde yo vivo se ha hecho con el dinero que envió mi hija mayor, que vive actualmente en Alemania. Todo lo que ella mandaba, lo metía aquí. Alguna vez también me prestaba plata de una señora que era profesora del colegio. Le pagábamos y de ahí otra vez nos prestábamos para seguir construyendo. Esa profesora ahora viene a recoger a sus nietas a la salida del colegio y cada vez que la veo le agradezco por lo que nos ha ayudado.
EL APOYO DEL COLEGIO
El colegio fue un apoyo grande para nosotros. Con la venta de las pastillas, refrescos y juguetes en la portería, hemos podido criar a nuestros hijos. El trabajo de carpintero de mi esposo a veces no era suficiente, así que él venía a ayudarme a mí cuando no tenía encargos. Por eso los dos parábamos ahí, en agua, en frío, pero siempre ahí.
Todos mis hijos han salido bachilleres y algunos hasta fueron a la universidad. Sin la ayuda del colegio no habría sido posible. No se los ha criado con lujos, sino modestamente, pero hemos salido adelante.
SOBRE EL PERDÓN
Sobre las personas que me hicieron daño, una de las principales fue mi madrastra, quien tanto me pegó cuando yo era una niña indefensa. Cada vez que ella me pegaba, yo me prometía que, cuando fuese grande, iba a ser yo quien la golpeara, para que sufra lo que yo he sufrido.
Hace unos años se presentó la oportunidad. Mi esposo falleció por causa del cáncer y me fui a Cochabamba, decidida a buscar a la que tanto daño me había hecho. Todavía tenía ese odio adentro.
Cuando llegué a su casa, vi a la señora y en vez de ir a brincarle con ese rencor que yo tenía, de verla nomás me puse a llorar. La señora ya estaba viejita. Me miró sin poderme reconocer, tantos años ya habían pasado. Le dije: “¿Se acuerda de mí?” y me respondió que no, que no se acordaba. “Soy la Lidia, la hija de don Emilio, de tu marido”. “Ayyy hijita” me dijo, y se puso a llorar; se abrazó, nos abrazamos las dos. Mire, cómo había sido el corazón de uno. Pensé: “Que Dios me perdone lo que he pensado”.
Y —cómo es la vida—, al año siguiente de esa visita, la señora murió. Me contaron que había fallecido diciendo: “tengo mi hija en Santa Cruz”. Recién ahí me reconoció como a su hija.
Perdoné a mi madrastra recién ese día que la vi. Esa rabia y ese odio que tenía se me fueron. Tal vez no la entendí, esta señora no me quería porque yo no era su propia hija, no era su sangre. Como ella nunca tuvo hijos, no supo lo que es ser mamá. Pero la perdoné.
Y a todas las personas que me hicieron tanto daño las he perdonado, porque en la vida uno tiene que perdonar, para que Dios nos perdone, olvidarse de todo.
Por ejemplo, hace unos dos meses fui a la reunión de la Asociación de Pastilleros, ahí por el mercado La Ramada. Subí, saludé a todas mis compañeras y, de repente, no sé de cómo, me vinieron unas lágrimas, las abracé, me puse a llorar, yo no sabía por qué estaba tan emotiva. Me pregunté si no sería que me iba a ir, a morir, y que por eso estaba así.
En la Asociación también tuve tantas experiencias feas, peleas, discusiones. Pero ya he perdonado a todos, a los que me hicieron sufrir. Me disculpé también y perdoné. A veces ellos cometen errores por interés a la plata, no miden a quién están haciendo daño.
Ya tengo sesenta y siete años, en poco más voy a cumplir setenta. Quiero morir en paz, quiero morir tranquila.
PARA QUIENES LEAN SOBRE MI VIDA
Al final, quisiera decir algo a quienes lean aquí sobre mi vida: que aprendan, que no sean como yo he sido, una persona inestable. Ser inestable e impulsiva no lleva a ningún lugar. Siempre hay que tener una meta fija y saber escuchar a quienes te quieren.
A veces me digo que, como no he tenido mamá, y mi papá no se ocupaba de mí, no tuve la suerte de tener a alguien que me guíe y que me diga: “No hagas esto, hijita”, que me haga estudiar. Eso es tan importante, tener a alguien que te quiera y te proteja. En mi vida hubo esas personas, pero no las reconocí a tiempo. En cambio, actué muchas veces de forma muy impulsiva, sin tomar buenas decisiones.
A mis hijos les digo: “No, papito, esto está mal, esto es así, esto no es así”. Nos sentamos a almorzar a la mesa y les doy mi mejor consejo: “Nunca tienes que ser malo con nadie y hay que ser honrado en esta vida, la honradez es muy buena, si tú engañas a alguien te va a ir siempre mal”.
Este es el aporte que yo quiero dar, contar las cosas que han pasado en mi vida. Espero que las personas que oigan mi historia aprendan algo de ella.
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Nota del editor: Esta historia se basa en una entrevista y posteriores revisiones con Lidia Soria realizadas entre noviembre de 2017 y febrero de 2018. La redacción y edición son de Marcos Grisi Reyes Ortiz.
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Hermosa historia, supo sobreponerse a la adversidad luchando y trabajando, me alegra que haya salido adelante con sus hijos.
Preciosa historia, muy conmovedora.
Gracias por recogerla y compartirla.
Valiente la señora, por sobrellevar su realidad, por contar sin temor su experiencia, y por tener la fuerza de perdonar
Esos consejos los dentro mi corazón, sin que nadie me haya dicho. Preferí estudiar y tener una profesión antes de formar mi familia.
Primero construí mi casa, luego recién tuve hijos. Aunque tengo un hijo en soltero.
Bonita historia.